viernes, 22 de julio de 2005

Los Milagros del Tepeyac

Era principios de diciembre de 1531, cuando un indio macehual, llamado Juan Diego, caminaba muy de madrugada desde su pueblo a Ciudad de México, sin sospechar la serie de eventos extraordinarios que se iban a desencadenar ese día y lo iban a convertir en uno de los americanos más célebres de todos los tiempos.

Juan Diego, según las tradiciones orales mejor documentadas, habría nacido hacia en 1474 en Cuauhtitlán, en el reino de Texcoco, de la etnia de los chichimecas. En su lengua materna se llamaba Cuauhtlatoatzin, que puede traducirse como “el águila que habla” o “el que habla con el águila”. Ya adulto, como muchos otros amerindios, se sintió profundamente atraído por la doctrina cristiana. A las poblaciones que vivían sometidas bajo el fabuloso Imperio Azteca, la religión traída por los conquistadores debe haberles parecido tremendamente novedosa. El culto azteca demandaba sacrificios humanos para contentar a sus divinidades, de manera que una predicación que hablaba de la hermandad y la igualdad de todos los hombres necesariamente tiene que haber producido enormes efectos entre los espíritus más sensibles y un gran alivio entre aquellos pueblos que usualmente eran conquistados para ser sacrificados a los dioses aztecas.

Luego de entrar en contacto con los padres franciscanos, llegados a México en 1524, Juan Diego decidió bautizarse junto con su esposa, María Lucía, con quien además celebró un matrimonio cristiano. Infortunadamente, María Lucía murió en 1529, de manera que al producirse los maravillosos sucesos del monte Tepeyac, Juan Diego era viudo.

Ese sábado 12 de diciembre de 1531, justo al amanecer, al pasar frente al cerro Tepeyac, Juan Diego escuchó una voz que le llamaba desde la cumbre, diciendo:

—“Juanito, Juan Dieguito”


Intrigado, llegó hasta la cima, donde se encontró con la imagen de una mujer mestiza de sobrehumana belleza, adornada con vestidos cuyo brillo era enceguecedor. La bellísima aparición habló así:

—"Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?... sabe y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios, por quien se vive; del Creador cabe quien está todo; Señor del cielo y de la Tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa pues yo soy vuestra piadosa madre; a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en Mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores.

Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del obispo de México y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo, que aquí en el llano me edifique un templo: le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado y lo que has oído... Hijo mío el más pequeño; anda y pon todo tu esfuerzo"


Arrodillado y estupefacto, pero convencido de la verosimilitud de la aparición, Juan Diego contestó simplemente:

—"Señora mía, ya voy a cumplir tu mandado; por ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo"


Era imposible negar la voluntad a un pedido semejante, así que el indio se dirigió al palacio episcopal, donde fue recibido por Fray Juan de Zumárraga, a la sazón, obispo de México. El obispo fue lo suficientemente atento como para escuchar a Juan Diego, pero debe haber pensado que, en vez de la Virgen, se la habían aparecido algunas botellas de tequila. No quiso ser descortés, pero ante la insistencia del persistente indio, replicó el obispo:

—"Otra vez vendrás, hijo mío y te oiré más despacio, lo veré muy desde el principio y pensaré en la voluntad y deseo con que has venido"


Triste por no haber podido cumplir el encargo, Juan Diego volvió a la cumbre del Tepeyac, donde encontró a la Señora exactamente en el lugar donde la había dejado y le habló con estas palabras:

—"Señora, la más pequeña de mis hijas, Niña mía, fui a donde me enviaste a cumplir tu mandado; aunque con dificultad entré a donde es el asiento del prelado; le vi y expuse tu mensaje, así como me advertiste; me recibió benignamente y me oyó con atención; pero en cuanto me respondió, pareció que no la tuvo por cierto... Comprendí perfectamente en la manera que me respondió, que piensa que es quizá invención mía que Tú quieres que aquí te hagan un templo y que acaso no es de orden tuya; por lo cual, te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía, que a alguno de los principales, conocido, respetado y estimado le encargues que lleve tu mensaje para que le crean porque yo soy un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y Tú, Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro."


Pero María insistió:

—"Oye, hijo mío el más pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi voluntad. Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por entero mi voluntad, que tiene que poner por obra el templo que le pido."


El trabajo del obispo de México, apenas a diez años de la conquista del enorme Imperio Azteca, debe haber sido extenuante. No sólo debía dirigir prácticamente la evangelización de casi todo el continente americano, sino que además era su encargo limar las asperezas entre los grupos de conquistadores y, especialmente, vigilar porque los indios fueran tratados dignamente por los españoles, cosa que no era nada fácil. No obstante, cuando Juan Diego se presentó nuevamente, el prelado lo recibió, pero algo fastidiado, le pidió como prueba una señal milagrosa de la veracidad de su relato.

Al día siguiente, su tío Bernardino, con quien vivía, amaneció gravemente enfermo. Así que Juan Diego partió a la capital en busca de un confesor. Ingenuamente, evitó pasar cerca del Tepeyac, para no ser detenido por la Virgen, pero Ella se le apareció en el camino y le habló así:

—“Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro que ya sanó... Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrillo, allí donde me viste y te di órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; en seguida baja y tráelas a mi presencia.”


Juan Diego hizo como le ordenó la Señora y subió a la cumbre nuevamente. Ante sus ojos hallábanse las más delicadas rosas de Castilla, cosa que era extraordinaria por varias razones, entre otras, por tratarse de México y no Castilla, y porque habían crecido de la noche a la mañana en un pedregal congelado por el hielo invernal de la sierra mexicana. A falta de otro elemento, Juan Diego envolvió cuidadosamente las rosas con su larga ruana y volvió a la presencia de la Virgen, quien le ordenó lo siguiente:

—“Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla: Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo; dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrillo que fueras a cortar flores; y todo lo que viste y admiraste; para que puedas inducir al prelado a que te dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el templo que he pedido.”

Tras referir al ya algo cansado obispo lo que había visto, Juan Diego abrió su poncho, esparciéndose las flores por el suelo. Y en el espacio que estaba cubierto por las rosas…, apareció la imagen de la Virgen de Guadalupe que, todavía hoy, casi 500 años más tarde, sigue venerándose en el santuario de Guadalupe del Tepeyac. El obispo Zumárraga, sorprendido y avergonzado, se arrodilló a los pies de la imagen y acercándose a Juan Diego, le desató con delicadeza el manto del cuello y lloró a los pies del persistente indio, a quien no había querido creer.

Como había sido predicho en las Escrituras, los humildes eran enaltecidos por sobre los poderosos.

Otro detalle extraordinario es que la Virgen, según el relato de Juan Diego, le habló en náhuatl, su lengua materna. En efecto, se presentó como “Coatlallope”, que puede traducirse por “la que aplasta la serpiente.” A los españoles les sonó a su familiar Guadalupe, el nombre de una advocación con que se veneraba a la Virgen en una basílica extremeña, construida por Alfonso XI en 1340. En otras palabras, la Señora se presentó de manera que, tanto indios, como conquistadores, la reconocieran y entendieran de Quién se trataba.

Apenas a diez años de ocurrida la conquista, no había mestizas que tuvieran la edad que representa la imagen que quedó impresa en la ruana de Juan Diego. Si a eso sumamos el significado místico de la aparición, se puede decir que, en la cima del Tepeyac, empezaba a cerrarse la conquista de las Indias y se iniciaba el nacimiento de América.

Pero los prodigios no terminan aquí. La ruana que usaba Juan Diego ese día, era un burdo tejido confeccionado con fibras de maguey, denominado ayate, y que, usualmente se usaba para acarrear cosas. No era la tilma, hecha de tejido más fino de algodón, que normalmente habría sido utilizada para el vestido. En el apuro por buscar un confesor para su tío, es posible que Juan Diego se vistiera con la primera prenda que halló a mano.

La trama del ayate es muy tosca y tan sencilla, que se ve fácilmente a través de ella. Además, el maguey es un material tan fácil de corromper, que sería el último material que un artista elegiría para usar como lienzo de una pintura.

No es posible describir toda la simbología de la imagen sin haberla visto y, aun así, se han hecho acabados estudios científicos sobre la imagen, que no han terminado de descifrar todos los detalles misteriosos. Pero en sí misma, está cargada de significados de gran relevancia para la historia de América.

De partida, al presentarse como una mestiza, la Virgen asumió como suyo el dolor de miles de niños que eran víctimas frecuentes de odiosas discriminaciones. En efecto, los soberbios españoles se impusieron como una elite sobre las masas indígenas y solían tratar a los mestizos con muy poca consideración. En tanto, los indios puros, que hasta hace poco habían sido los dominadores de la sofisticada civilización azteca, no ocultaban su desprecio por estos pequeños nacidos de las indias que habían cometido la “imperdonable falta” de mezclarse con estos bárbaros venidos desde el mar.

El cuadro conservado hasta hoy en la moderna basílica del Tepeyac, mide aproximadamente 168x104 centímetros. La imagen de la Virgen ocupa unos 142 centímetros del mismo. Está de pie, con el rostro levemente inclinado, de manera que el empate que une las dos piezas del tejido no atraviese su cara. Está revestida de un manto azul estrellado, como el que usaban los grandes personajes en el Imperio Azteca, y se muestra rodeada de los rayos del sol.

La joven doncella mestiza está embarazada de unos pocos meses, de acuerdo al lazo negro que circunda su cintura, que significaba el estado de gravidez. Además, el vientre se ve ligeramente abultado y los resplandores solares son más intensos a la altura del mismo. Su pie aplasta una luna negra, considerada el símbolo del mal para los antiguos mexicanos y el ángel que la sostiene, lleva alas de águila, el ave asociada al mito fundacional de Tenochtitlán.

Las frecuentes luchas civiles de México han tenido al ayate de Guadalupe entre sus víctimas. Más de una vez, grupos anticlericales intentaron destruirlo con ácidos, pero la imagen no sufrió daño alguno. En 1921, un desconocido ocultó un explosivo de alto poder en medio de una ofrenda floral. La explosión causó severos destrozos, al punto de retorcer un crucifijo de metal que se encontraba al lado de la imagen. Lo extraordinario es que ni siquiera se rompió el cristal que cubre la imagen.

Los prodigios del Tepeyac han dado la vuelta al mundo y lo han convertido en el santuario mariano más visitado, superando a Fátima y Lourdes, con sus 20 millones de peregrinos al año. Sólo en cada 12 de diciembre, se calcula que llegan unas 3 millones de personas a venerar la imagen.

Imposible calcular cuántas manos han tocado la imagen en señal de respetuosa veneración y cuántas veces fue besada, antes de que se enmarcara con un vidrio para protegerla. La fibra de maguey, que es vegetal, se descompone a los 20 años, como máximo, como ha ocurrido, de hecho, con reproducciones que se han elaborado usando este frágil material…, pero el ayate del Tepeyac ha resistido incólume durante casi cinco siglos, a pesar del polvo y la humedad, elementos a los que el material de la imagen es refractario, en un fenómeno que los expertos simplemente no han podido explicar. Y no sólo no se ha deshilachado una sola fibra, sino que ha mantenido sin desteñirse su acabada policromía.

Lo que ya dijo basta es la pintura. Richard Kuhn, premio Nobel de química de 1949, tras estudiar la imagen explicó que los trazos no podían identificarse con pigmentos minerales, ni vegetales, ni animales. Su origen es desconocido y su ubicación en la tabla periódica de elementos, imposible.

La forma en que fue pintada también resulta incomprensible. Es frecuente encolar las pinturas o utilizar algún procedimiento preservante para evitar el envejecimiento de los lienzos. No obstante, científicos de la NASA, han estudiado la impresión con aparatos infrarrojos y han descubierto que carece completamente de engomados o preservativos. Cuando se realizó ese estudio, además, se descubrió otro detalle sorprendente: la imagen no tiene esbozos previos, como se aprecia en la mayoría de las obras de los grandes maestros, sino que fue plasmada directamente, sin tanteos ni rectificaciones, tal cual se la podía ver en el siglo XVI y ahora en el siglo XXI. Tampoco presenta rastros de pinceladas, de modo que es una técnica desconocida en la historia de la pintura.

Hace ya algunos años, un famoso oculista de nombre Lauwoignet, analizó la imagen con un poderoso lente de aumento. Maravillado, se encontró con que, dentro de la pupila, se veía reflejada lo que parecía una escena en que estaban reunidas varias personas. Y estamos hablando de una minúscula pupila de unos escasos milímetros.

Pero el prodigio no terminó ahí. Con los avances técnicos actuales, por medio de la digitalización y aumento de la imagen, se ve que en la pupila quedó impresa, en ese lejano 1531, lo que, sin duda, parecer ser… una fotografía.

En la pupila de la Señora quedó impreso lo que la imagen “vio” al momento de aparecer bajo las rosas de Castilla. Tras digitalizar y ampliar la imagen más de dos mil veces, se observan los siguientes detalles de la escena: un indio en el acto de desplegar su ruana ante un religioso, un franciscano por cuyo rostro se desliza una lágrima, un hombre con la mano sobre la barba, en señal de estupefacción; otro indio en actitud de rezar; unos niños y varios religiosos más. Es decir, en la imagen microscópica de la pupila se aprecian todos los detalles de la escena que describió el Nican Mopohua, el texto que recogió el relato original de los extraordinarios eventos ocurridos en el Tepeyac en diciembre de 1531.

Ni el más experto miniaturista habría conseguido semejante logro en el reducidísimo espacio de la pupila de una imagen de tamaño natural…

Una tilma que no se corrompe y soporta el ácido y las explosiones. Unos colores que no fueron pintados, con una pintura que no pertenece a las clasificaciones taxonómicas del mundo natural. Una pupila que contiene toda la escena y todas las personas del momento del milagro…

No sólo estamos ante un milagro. Ésta ha sido una serie de milagros que se han ido dejando descubrir a medida que la ciencia y la técnica han ido avanzando y han sido capaces de desentrañarlos. De a poco, así como de a poco Dios va metiéndose en el corazón de los hombres, pidiéndole permiso a su voluntad libre, para demostrarle que, para Él y su Madre, nada es imposible. Que no hay imposibles, cuando hay fe y esperanza. Y que siempre hay esperanza, incluso cuando todo parece indicar… que es imposible e irracional que la haya.