sábado, 9 de julio de 2016

Hace 75 años. 10 de julio de 1941. Segunda Guerra Mundial



Hace 75 años
10 de julio de 1941
Segunda Guerra Mundial

Mientras en Europa y África siguen enfrentándose las grandes potencias, en Sudamérica, Perú y Ecuador abren el primero de tres conflictos bélicos que los enfrentarían en el curso del siglo XX. Aunque coincidentes en el tiempo, la Guerra Peruano-Ecuatoriana de 1941 no estuvo relacionada con el curso principal de la Segunda Guerra Mundial y no contó con la intervención de los bandos en disputa. Se trató de uno de los tantos diferendos limítrofes latinoamericanos que han desembocado en guerras fronterizas.

De vuelta al otro lado del mundo, el sitio de Tobruk sigue siendo el punto más importante de la campaña norafricana por estos días. Aunque la “Luftwaffe” domina los cielos libios, ahora está también muy comprometida apoyando a las tropas alemanas que avanzan en Rusia, además de los otros teatros de operaciones donde ya luchaba antes de invadir el “paraíso socialista”, especialmente Europa Occidental y el Mar del Norte, donde se enfrenta a la “RAF” británica. La aviación británica, que ya ganó la Batalla de Inglaterra, empieza a equilibrar la balanza estratégica, gracias a que la aviación alemana está empezando a masticar más de lo que puede tragar y a que la producción aeronáutica británica supera a sus competidores alemanes desde fines de 1940. Los británicos también cuentan con la gigantesca industria estadounidense, que lleva meses proveyendo de aeronaves, repuestos y suministros a Londres. Finalmente, la suma de la importante industria aeronáutica soviética dará a los Aliados una superioridad numérica y técnica apabullante sobre el Eje, que tendrá crecientes dificultades para mantener el dominio del aire sobre los campos de batalla mundiales. En todo caso, a Alemania y sus aliados todavía les quedan algunos meses como amos de los cielos. Tobruk, Malta y la Unión Soviética reciben muchas más bombas que las que caen en la Europa ocupada y en las ciudades alemanas… por el momento. Los japoneses, por su parte, se están preparando para desplegar también sus aviones en los cielos de Asia y del Pacífico, con mortífera efectividad.

El 7 de julio, tropas estadounidenses relevan a los británicos y canadienses que ocupaban Islandia. Esta fría y volcánica isla, en medio del Atlántico Norte, era una dependencia de Dinamarca, y había sido ocupada por Gran Bretaña luego de la invasión alemana del territorio continental danés, en abril de 1940. Para los británicos, era esencial controlar una isla tan estratégicamente situada y, sobre todo, evitar que los alemanes dieran un golpe de mano y la ocuparan, como lo habían hecho con la misma Dinamarca y con Noruega, a pesar de hallarse en franca inferioridad en cuanto a poderío naval.

El 8 de julio, Yugoslavia es oficialmente disuelta por sus ocupantes italianos y alemanes. El territorio es repartido entre Alemania, Italia y un estado independiente croata, que será satélite de los alemanes hasta el final de la guerra. Formado a partir del Tratado de Versalles, como una recompensa a los servicios prestados por Serbia a la Entente vencedora, Yugoslavia encerraba poderosas fuerzas centrífugas que se manifestarían una y otra vez a los largo de su historia, hasta su sangrienta disolución en la década de 1990. Sólo la tiránica mano del líder comunista, Josip Broz Tito, pudo mantener a la federación unida hasta tan tardía fecha.

El mismo día 8, la URSS y el Reino Unido firman un pacto de asistencia mutua y se comprometen a no firmar la paz por separado con Alemania. Pero las cosas no van bien para el gigante comunista. Casi al mismo tiempo en que se oficializa la alianza británico-soviética, las tropas alemanas consiguen aislar Leningrado del resto del país, dando inicio a uno de los asedios más prolongados de la guerra. Al día siguiente, Vitebsk (Bielorrusia) cae en manos de los invasores, abriendo la llamada Batalla de Smolensk, considerada como la llave de Moscú por parte del alto mando alemán. El 10 de julio, los “panzer” del general Heinz Guderian toman Minsk, capital bielorrusa, mientras que las fuerzas del Grupo de Ejércitos Sur, apoyados por tropas rumanas, inician su ofensiva hacia Ucrania, el “granero” de Rusia. En esa misma fecha, empiezan a llegar  hasta el Frente Oriental unidades del Cuerpo Expedicionario Italiano, formado por orden de Mussolini para solidarizar con la “cruzada antibolchevique” de los nazis.

Según un mito muy extendido en la historiografía rusa y occidental, al enterarse de la invasión alemana, Stalin perdió el sueño y el apetito, se arrancó el bigote y terminó arrastrándose hacia su oficina del Kremlin, donde quedó encerrado varios días, deprimido por el estallido de una guerra con Alemania que no esperaba. En una película biográfica del tirano marxista, protagonizada por Robert Duvall, Voroshilov y Molotov tienen que sacarlo de debajo de la alfombra, donde había yacido durante horas, como un animal salvaje herido. Sabemos, no obstante, gracias al trabajo de historiadores como el ruso Mark Solonin, que la verdad fue muy distinta. Stalin estaba esperando la guerra y lo único que pudo molestarle era que Hitler había tenido la descortesía de iniciarla antes que él. Pero Stalin, sabiendo que tenía muchas más armas y soldados, estaba confiado en aplastar a la Alemania nazi. El residente más importante del Kremlin durmió apaciblemente en la noche del 22 de junio de 1941 y trabajó duro en los siguientes días.

El gigantesco Ejército Rojo, en junio de 1941, alineaba 61 divisiones de tanques y 31 divisiones mecanizadas. Las divisiones mecanizadas soviéticas tenían, de hecho, la misma orgánica de las divisiones “panzer”, con un regimiento de tanques y dos regimientos de infantería mecanizada por división. En el número de tanques operativos, sin embargo, una división mecanizada rusa excedía a las divisiones blindadas alemanas. Sobra decir que las divisiones soviéticas de tanques eran aún más numerosas y estaban mejor armadas. Si se mide usando los parámetros de las otras potencias mundiales, el “RKKA” contaba con el equivalente de 92 divisiones blindadas y, de hecho, las superaba en cantidad y calidad de elementos integrantes. En la extensa frontera soviética, al momento de la invasión nazi, se hallaban desplegadas, listas para el combate, 40 divisiones de tanques y 20 mecanizadas, con 12.400 tanques encuadrados, incluyendo 1.500 unidades de los modelos “KV-1” y “T-34”, que podían considerarse las mejores máquinas de su tipo en el mundo a mediados de 1941. Y aquí no hemos contado las 155 divisiones de infantería estacionadas en la frontera. Con semejantes medios a su disposición, Stalin no tenía razones para inquietarse el 22 de junio de 1941.

La “Wehrmacht”, por su parte, inició la Operación Barbarroja con 84 divisiones de infantería, 13 divisiones mecanizadas y 17 divisiones acorazadas, que podían contar con poco menos de 3.300 tanques de todos los tipos, incluyendo los ligeros Panzer II y III, que constituían la mayor parte de la fuerza de tanques alemana.

Es cierto que Stalin no esperaba que Hitler lo atacara en 1941. Los sucesos del 22 de junio de ese año fueron una desagradable sorpresa en el Kremlin. Pero la razón de la sorpresa no fue porque Stalin confiara en la palabra de Hitler y en la firma de Ribbentrop, ni mucho menos porque deseaba no involucrarse en aventuras militares. El tirano soviético confiaba en que Hitler no lo atacaría porque simplemente el tirano alemán tenía muy pocas fuerzas militares desde su perspectiva. Pocas, comparadas con el enemigo al que debía vencer: el multitudinario y bien armado Ejército Rojo. Pocas, pensando en las enormes extensiones de territorio que debía ocupar si quería vencer a Rusia.

La estrategia militar más convencional indica que un atacante debe superar en número a los defensores en una proporción de tres a uno. Pero los alemanes, en 1941, no sólo no tenían una ventaja numérica mínima, sino que eran superados en número ampliamente por su adversario, en especial en la cantidad de aviones y tanques, que habían probado ser herramientas ofensivas claves. Stalin no tenían razones para creer que Hitler fuera un iluso con deseos de perder la guerra, de modo que razonaba que el objetivo de los alemanes en el verano de 1941 debía ser la derrota final de Gran Bretaña y, si había concentrado recursos en Europa Oriental, ello era una medida precautoria frente a ocurrencias inesperadas de Stalin.

La directiva de la “Operación Barbarroja”, nombre dado por Hitler al plan diseñado para invadir la Unión Soviética, en sus primeras frases, establecía que “las fuerzas armadas alemanas deben estar listas para aplastar la Rusia Soviética en el curso de una corta campaña, incluso antes de que la guerra contra Inglaterra esté terminada (…) El objetivo final de la operación es la creación de una barrera de bloqueo contra la Rusia Asiática, siguiendo la línea general Volga-Arcángel.” Por supuesto, Stalin no leyó las directivas del alto mando alemán y se enteró de las mismas por las devastadoras consecuencias en el desdichado país que oprimía con puño de hierro, ayudado por sus camaradas comunistas. Sin embargo, hubo avisos en el sentido de que Alemania estaba concentrando tropas para atacar la URSS, con el propósito de eliminarla como entidad política y obtener de sus enormes territorios el tan buscado “espacio vital” y las materias primas que permitieran ganar la guerra a las democracias.

Pero Stalin no podría haber creído razonablemente en un documento de la “Wehrmacht” de 1941 que se propusiera “aplastar Rusia en una corta campaña”. Hitler ni siquiera lo había podido hacer con Francia, más pequeña, menos poblada y, aunque dotada de un poderoso ejército, menos armada que la URSS. El armisticio de 1940, firmado por Francia y Alemania, justo un año antes de iniciada la invasión alemana de Rusia, fue el resultado de una clara derrota francesa, pero nadie podría calificarla como aplastamiento. Dejó a Francia gran parte de las notas de un estado soberano (aunque supeditado a los objetivos alemanes de guerra), incluyendo considerables fuerzas armadas, así como su gigantesco Imperio colonial, que fue mucho más amenazado por Gran Bretaña y las luchas intestinas de los propios franceses, que por los alemanes. Y eso que la distancia entre la frontera alemana y París es de sólo 200 kilómetros, mientras que la distancia a cubrir entre la frontera nazi-soviética y la línea Volga-Arcángel es de 2.000 kilómetros. Una simple caminata tomaría varias semanas, no digamos si hay resistencia armada en el camino, especialmente si la distancia debe hacerse a pie, como en el caso del Ejército Alemán, que constituía, en su grandísima mayoría, infantería y medios militares tirados por caballos. Recuérdese que, en general, el grado de motorización del Ejército Alemán era bajo.

Con ese escenario y contra un enemigo como el Ejército Rojo, Stalin no podía creer que Hitler fuera tan estúpido como para atacarlo. Y, una vez iniciada la ofensiva alemana, no podría haber creído en otra cosa que una rápida y contundente victoria, tal como atestiguan los documentos desclasificados que disponían lo necesario para desplegar el poder militar soviético contra los alemanes. Mucho menos podría creer que los millones de hombres encuadrados en el ejército mejor armado del mundo, en su gran mayoría, al sentir la más mínima presión, abandonarían sus armas, se rendirían masivamente o huirían del campo de batalla, presas del pánico.

La leyenda de un Stalin abatido por la traición de su aliado nazi el 22 de junio de 1941, resultó ser cierta siete días después. En la noche del 28 de junio, Stalin se fue a su “dacha”, donde estuvo encerrado hasta el 30, en un estado de total frustración, sin contestar llamadas, ni reuniéndose con nadie. Pero antes de ese día, el tirano comunista trabajó duro. Sólo entonces, habiendo pasado una semana de haber estado recibiendo reportes catastróficos del frente, Stalin se dio cuenta de la magnitud del desastre y hasta qué punto la tiranía marxista había acabado con cualquier compromiso que los pueblos de la vieja Rusia pudieran sentir hacia la entelequia soviética, que llevaba dos décadas asesinando, encarcelando, torturando y matando de hambre a su propia gente. Si, en el mismo Ejército Rojo, 37.000 oficiales habían sido asesinados por orden del gobierno comunista entre 1937 y 1939, ¿es de extrañarse que la calaña de oficiales que no fueron purgados, estuvieran listos a arrancarse los distintivos de su grado a la vista de sus subordinados, para luego sumarse a la desbandada general? ¿Qué clase de ejército puede ser leal a un gobierno que encarna la peor tiranía imaginable?

Sin embargo, las inagotables reservas de hombres y materiales de la Unión Soviética, los abusos perpetrados por los alemanes contra la población civil, y la valentía y espíritu de sacrificio de los rusos, se encargarían de convertir al Ejército Rojo, desde la chusma despavorida de los primeros días, en una imparable máquina de guerra, que terminaría la guerra no en la defensa Moscú, sino en la mismísima Cancillería de Berlín, sobre la que, a la larga, ondearía la enseña roja de la hoz y el martillo.

Durante el sangriento verano de 1941, Vyacheslav Molotov, Ministro de Relaciones Exteriores, mandó llamar a Iván Stamenov, embajador búlgaro ante la URSS, para preguntarle si su gobierno actuaría como mediador en unas eventuales negociaciones de paz con Alemania, que salvaran al régimen estalinista de lo que, por entonces, parecía una segura destrucción. El historiador británico, Antony Beevor, relata que, para asombro de Molotov, Stamenov replicó: “incluso si ustedes se retiran a los Urales, aún ganarán al final.”.

Al momento del inicio de la guerra con Alemania, el grado de motorización del Ejército Rojo era impresionante, comparable y tal vez superior al nivel de motorización del Ejército Británico en 1939. Y, sin duda, apabullantemente mejor que el Ejército Alemán en ese sentido. Para febrero de 1941, los soviéticos disponían de 34.000 tractores de artillería, 201.000 camiones y automóviles especiales, y 12.600 vehículos de pasajeros, números que siguieron aumentando hasta el inicio de la guerra e incluso después de iniciada la invasión. Un regimiento soviético de obuses (36 piezas) de una división de infantería soviética estándar debía contar con 73 tractores, 90 camiones y tres vehículos de pasajeros. Al contrario, el único regimiento de artillería con que podía contar una división de infantería alemana movía todas sus armas mediante tracción animal. Los modelos soviéticos de tractores militares tenían parámetros técnicos impresionantes. Entre ellos, se contaba el “Comsomolets”, basado en el chasís del tanque ligero “T-38”, blindado como éste último y armado con una ametralladora. Además de sus funciones de transporte, el “Comsomolets” podía ser comparado, en cuanto a capacidades de combate, con el “Panzer I” alemán, la tanqueta que tan mala fama obtuvo en la Guerra Civil Española y que la “Wehrmacht”, escasa de tanques medianos en número suficiente, debía seguir usando como componente de primera línea en sus divisiones acorazadas.

En la fotografía, dos “Comsomolets” abandonado por sus tripulantes en un camino de Rusia. La pieza tractada por el primer ejemplar de la foto parece ser un cañón antitanque de 45 milímetros.





 

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