lunes, 21 de noviembre de 2016

Hace 100 años. 20 de noviembre de 1916. Primera Guerra Mundial. Los últimos días de Francisco José (III)



Hace 100 años
20 de noviembre de 1916
Primera Guerra Mundial

Los últimos días de Francisco José (III)

El 15 de noviembre, tropas del Imperio Británico inician su avance hacia el interior de la Península del Sinaí, al mando del general Sir Archibald Murray. Es el inicio de un intento definitivo por destruir el poder otomano en Medio Oriente. No se trata solamente de una operación de reconocimiento u hostigamiento; esta vez, las tropas egipcio-británicas tienen el objetivo de ocupar de manera permanente el corredor sirio-palestino, para avanzar después hacia el mismísimo corazón del Imperio Turco.

El frente del Sinaí, a diferencia de los otros teatros de operaciones de la guerra, se caracterizaba porque los ejércitos enemigos estaban separados por una gran e inhóspita “tierra de nadie”, de cientos de kilómetros de ancho. Ocasionalmente los contendientes habían organizado incursiones en territorio adversario, pero era raro que las tropas de uno y otro bando se encontraran, fuera de estos ocasionales ataques. La demora en implementar una ofensiva tenía que ver, en gran parte, con las considerables dificultades logísticas de la lucha en el desierto. El primer y mayor problema era hacerse con agua. Los pozos dispersos, que habían servido a los beduinos durante siglos, eran insuficientes para una fuerza compuesta por decenas de miles de soldados. El mando militar de la “Commonwealth” planeó resolver el dilema del agua construyendo un extenso acueducto, que traería agua desde el Canal de Suez hasta Palestina, bajo la forma de una tubería subterránea, complementada con una línea de ferrocarril.

Los trabajos para el acueducto se habían iniciado a mediados de 1916; de hecho, los turcos habían intentado, sin éxito, atacar estas obras en agosto de 1916, frente al canal, pero fueron derrotados por los británicos, que iniciaron la persecución de esas tropas turcas derrotadas, en esta nueva campaña lanzada en noviembre. La fuerza anglo-egipcia avanzó hasta enero de 1917, cuando los turcos endurecieron su resistencia, conscientes de que los invasores se acercaban peligrosamente a los territorios tradicionalmente turcos, pasando a través de Judea-Palestina y Siria, tierras cargadas de gran simbolismo e importancia histórica, cuya posesión implicaba cuestiones de prestigio imperial, además de consideraciones estratégicas.

El 18 de noviembre puede darse por terminada la larga Batalla del Somme, una de las más importantes y más prolongadas de la Gran Guerra. Los últimos enfrentamientos en la zona del río Ancre habían significado algunos avances para los británicos, pero éstos no consiguieron un rompimiento decisivo en las líneas alemanas, que estarían en su lugar al momento de iniciarse el invierno.

Para los contingentes del Imperio Británico, el Somme convirtió en un auténtico ejército, aguerrido y experimentado, al grupo de entusiastas novatos que reemplazó al antiguo ejército regular, destruido en las primeras batallas del verano de 1914. Pero esta experiencia ganada por la “BEF” (“British Expeditionary Force”) fue la única ventaja concreta obtenida. Para fines de noviembre de 1916, las tropas de la Entente habían avanzado escasos kilómetros, a cambio de 420.000 bajas británicas y 200.000 bajas francesas. Sin duda, un sacrificio demasiado grande para tan magra conquista. Los alemanes, por su parte, sufrieron alrededor de 500.000 bajas en los casi cuatro meses que duró la batalla. Este nuevo tipo de guerra, industrializada y de desgaste, se iba a caracterizar por estas carnicerías horrendas, en que masas incontables de infantes se lanzaban sobre las trincheras enemigas, una y otra vez, a pesar de sufrir miles de muertos en cada ataque y conseguir la conquista de unos pocos kilómetros cuadrados… cuando conseguían algo.

La Batalla del Somme, cuyo resultado debe calificarse como indeciso, significó un paso en la victoria final de la Entente. La guerra de desgaste, aunque hablara mal de la imaginación de los estados mayores de Londres y París, era peor negocio para Alemania, que para Francia y Gran Bretaña, que contaban con el dominio de las líneas mundiales de comunicación y con los casi inagotables recursos humanos y materiales de sus vastos imperios coloniales, además del Imperio Colonial Belga, el Imperio Colonial Portugués, el Reino de Italia y, en breve, el concurso de Estados Unidos.

La presión ejercida sobre Alemania y sus aliados era enorme. Que Alemania haya sorteado la prueba de luchar al mismo tiempo en 1916, sin colapsar, en Verdún, en el Somme, contra la ofensiva rusa de Brusilov, en Serbia, en Salónica y en Rumania, dice mucho de la calidad del ciudadano alemán convertido en soldado. El valor del soldado alemán y la excelencia de su cuerpo de oficiales, serían factores para que 1917 fuera un año inesperadamente complicado para la Entente, que además perdería un valioso aliado, cuando la Revolución redujera a la impotencia al Imperio Ruso.

Francisco José I, Emperador de Austria y Rey Apostólico de Hungría, agoniza. Una neumonía, su avanzada edad, muchos años de duro trabajo y una larga vida llena de lutos, están a punto de llevarse el alma del anciano monarca al Más Allá. Carlos, el heredero al trono de la centenaria Monarquía Habsburguesa, es llamado a Viena, ante la inminente partida del soberano. En pocas horas más, Carlos se convertirá en el último de los Césares, en una línea dinástica que bien puede atribuir su herencia a partir del mismísimo César Augusto, a través del medieval Sacro Imperio Romano-Germánico.

En su larga historia, el núcleo demográfico y cultural del Imperio habían sido los germanohablantes. Al iniciarse el siglo XX, los austriacos eran el grupo étnico más numeroso, aunque constituían, de todos modos, una manifiesta minoría. El censo de 1910 registró a 12.600.000 personas como germanohablantes, es decir, un 23,9% del total de la población de Austria-Hungría. En la “Cisleitania”, correspondían a un tercio de la población total, mientras que llegaban a poco más de un 10% de los habitantes de la mitad húngara del Imperio. El centro de gravedad de la comunidad germanohablante estaba en las provincias del Danubio y de los Alpes, donde se hallaban algunas zonas que eran casi enteramente germánicas en cuanto a población.

La relación de los germanohablantes con las otras nacionalidades reflejaba las contradicciones de un Imperio multiétnico que pugnaba por sobrevivir en tiempos del nacionalismo. En algunas regiones, como el Tirol o Carintia, donde los germanohablantes eran la mayoría, su insistencia en dar la prioridad al idioma alemán en la educación y la administración pública, a menudo causaba tensiones con grupos minoritarios, pero numerosos, como los italianos tiroleses o los eslovenos de Carintia. Bohemia representaba un caso distinto, donde los alemanes eran un grupo culturalmente importante, aunque minoritario, con poco menos de un 37% de la población total. Algunos líderes nacionalistas germanohablantes de los Sudetes habían pretendido con frecuencia separar los territorios de mayoría alemana del resto de Bohemia, contra la negativa de la mayoría checa, que insistía en la inviolabilidad del territorio histórico del Reino de Bohemia, como uno de los tantos “Territorios de la Corona”, que constituían el Imperio Austrohúngaro. En otras regiones, los germanohablantes estaban presentes de manera dispersa o representaban a la autoridad imperial en la burocracia y las fuerzas armadas o bien bajo la forma de elites sociales, como la nobleza o la alta burguesía, que correspondían a una proporción pequeña de la población.

La identidad cultural de los germanohablantes en el Imperio de los Habsburgo era un asunto problemático. El desarrollo de una identidad “austriaca” debía mucho a la política de la dinastía, que dio su existencia al complejo correspondiente a las tierras hereditarias de Austria. Al comienzo, Austria no era más que la aglomeración fortuita de algunos territorios, cuyos puntos en común eran la lengua alemana y el hecho de tener un mismo monarca, que coincidía normalmente con la persona del Sacro Emperador Romano-Germánico. Con el paso de los siglos, las tierras hereditarias de Austria se convirtieron en el núcleo de la multiétnica Monarquía Habsburguesa. Durante el siglo XVIII, los territorios de lo que sería Austria propiamente tal, consolidaron un desarrollo cultural independiente, fuertemente influido por los programas de unificación impulsados bajo la Emperatriz María Teresa y sus sucesores, cuyo propósito era convertir el mosaico de sus dominios en algo parecido a un estado austriaco unificado. Al iniciarse el siglo XIX, a pesar de las obvias heterogeneidades, los dominios de los Habsburgo eran identificados simplemente como “Austria” y la disolución del Sacro Imperio no hizo más que reconocer esta evolución en el terreno fáctico.

Austria fue un caso especial en el contexto del despertar nacionalista de los pueblos históricamente reconocidos como “alemanes”. En el caso de los territorios que terminarían formando la Alemania propiamente tal, el paso hacia la nación-estado estuvo marcado por el conflicto entre ciertas identidades regionales: prusianos, sajones, bávaros, etc., grupos que, no obstante, sentían una fuerte pertenencia a la gran “nación alemana”, considerada en términos culturales. El caso de los austriacos era más complicado todavía. Además de los particularismos regionales (tiroleses, vieneses, germano-bohemios, etc.) y del sentimiento de pertenecer al universo cultural alemán en sentido extenso, los austriacos sentían sobre sus hombros la pesada responsabilidad de ser el sostén demográfico y político del Imperio de los Habsburgo, un privilegio y una carga que compartían con la minoría magiar de Hungría desde el Compromiso de 1867.

La identidad austriaca, desafiada desde su mismo nacimiento, fue duramente puesta a prueba en 1866-1871, con la creación de un estado nacional alemán en torno al Reino de Prusia, que arrebató a Austria su papel directivo tradicional entre los estados alemanes. Desde entonces, Austria no sería el único “Reich” y Francisco José no sería el único “Kaiser”. La obvia frustración de perder la guerra de 1866 contra Prusia y tener que compartir la posición de liderazgo en el mundo germanoparlante, se combinó con la necesidad de reinventar el Imperio como “Austria-Hungría” en 1867; una innovación que no bastaba para impedir cierto complejo de inferioridad ante el vigoroso desarrollo de la Alemania Guillermina, visto desde la posición de un viejo Imperio que se presentaba como gran potencia, pero que era realmente un poder en declive.

La política europea de alianzas determinó que el nuevo “Reich” Alemán fuera a la guerra de la mano del viejo “Reich” Austriaco. La derrota de ambos y la disolución del segundo hizo más insegura aún la confundida identidad austriaca, al punto de que, en la siguiente guerra, Austria no sería otra cosa que una provincia subsumida en el “III Reich” de Hitler.

Abajo, un póster para promover la compra de bonos de guerra, con la representación femenina de Austria como imagen central, siguiendo el modelo de la “Marianne” francesa y de la “Britannia” del Reino Unido.




Etiquetas: ,