lunes, 8 de agosto de 2005

Luchar sin descanso


En los inicios de la República, Roma no tenía ejército permanente, lo que resulta llamativo si consideramos que, siendo un estado relativamente joven, ya era una potencia temida y respetada por sus vecinos cartagineses, griegos, galos y otros tantos, que periódicamente habían probado las bien afiladas espadas romanas.

Recién en el siglo I a. de C., durante la dictadura de Cayo Mario, se organizó definitivamente el sistema de las legiones, que fueron invencibles durante más de 300 años. Pero antes de eso, el mecanismo era mucho más simple: cuando había guerra, los ciudadanos y campesinos de Roma y el resto de Italia, debían acudir a filas para defender la República.

Para una población que vivía fundamentalmente de la agricultura, esto encerraba muchos inconvenientes. Es cierto que la guerra presentaba a menudo el atractivo de los botines, abundante oro, honores y bellas esclavas; pero a medida que Roma se expandía y las guerras se empeñaban en regiones más alejadas, los soldados-ciudadanos se veían obligados a pasar mucho tiempo, años a veces, alejados del hogar y sus trabajos. Además, como los ejércitos se hacían cada vez más grandes, se hizo difícil que el botín se repartiera de manera equitativa entre todos los soldados.

Así, salvo los oficiales de alto rango y unos pocos afortunados, la mayoría de los soldados volvían de la guerra viejos, pobres, cansados y llenos de ciactrices. A su vuelta, sus campos estaban cubiertos por la maleza y encontraban a sus mujeres e hijos agoabiados por las deudas. Claro, siempre y cuando, no hubieran tenido que partir sus hijos a las guerra también... y hubieran tenido la fortuna de sobrevivir.

Lo sorprendente es que el sistema resultó notablemente eficiente durante varios siglos. Desde el punto de vista militar, la pequeña aldea del Lacio se convirtió en la capital de un gran imperio. Y aunque muchas veces los campesinos se veían obligados a vender sus tierras o convertirse en inquilinos de un terrateniente, muchos de ellos se las arreglaban para reconstruir sus granjas y sobrevivir. Siempre dispuestos a responder si Roma los llamaba de nuevo a cumplir con su deber.

Una y otra vez, partían a luchar. Una y otra vez, regresaban a reconstruir. Generación tras generación. De padre, a hijo, a nieto. Y en los ejércitos de Roma, las deserciones y la indisciplina casi no existían. Nada los desalentaba, ni la vejez, ni las heridas, ni las pérdidas de seres queridos, ni las deudas, ni las derrotas. Eran invencibles, no porque no fuera posible ganarles, sino porque nunca estaban dispuestos a rendirse.

Dan ganas de retroceder en el tiempo y entrevistarse con uno de esos valientes soldados, para que me dijeran de dónde sacaban la fuerza para levantarse siempre, sin importar lo que pasara, y recomenzar la lucha, ya fuera contra los enemigos de Roma o contra la maleza de los campos. De dónde sacaban la valentía para luchar sin descanso, sin rendirse.