Pinochet, diez años depués
Pinochet, diez años después.
Fallecido hace un decenio, el
general Augusto Pinochet Ugarte, Comandante en Jefe del Ejército y Presidente
de la República, es uno de los personajes más influyentes y controvertidos de
la historia de Chile. Hasta con su funeral causó polémica. Sus detractores en
el gobierno de hace diez años lo odiaban demasiado como para darle un funeral
de Jefe de Estado, aunque no pudieron evitar que 50.000 personas fueran a despedirlo mientras se mantuvo la capilla ardiente en la Escuela Militar.
El 11 de septiembre de 1973,
encabezó un golpe de Estado que sacó de La Moneda al Presidente Salvador
Allende. El también llamado “pronunciamiento militar” (ambas expresiones son
válidas académicamente) fue la acción defensiva de una sociedad acostumbrada a
la libertad, que se había visto agredida por los apetitos imperialistas de la
Unión Soviética y de su extensión caribeña castrista. Buena parte de los
funcionarios y simpatizantes de Allende fueron víctimas de duras medidas
represivas, que incluyeron desde la cárcel y el exilio, en la mayoría de los casos,
hasta la tortura y la ejecución en algunos cientos de casos, con el beneplácito
o la indiferencia de la mayor parte de la sociedad chilena, que sintió alivio
cuando los militares decidieron terminar con el experimento allendista. A pocos
se le escapaba que el objetivo final de la Unidad Popular no podía ser otro que
la llamada "dictadura del proletariado", un sistema político que mantiene unos
cuantos ejemplares en el mundo, como Cuba y Corea del Norte, y que ha sido lo
bastante estudiado, como para ahondar aquí en sus errores y horrores.
A la izquierda radical, socialista y
comunista, se unió al poco tiempo la Democracia Cristiana en la oposición a la
dictadura militar y algunos de sus militantes y simpatizantes también
recibieron la atención de las policías y de los servicios de inteligencia del
régimen. El reproche más serio que se ha hecho al gobierno que Pinochet
encabezó en nombre de las Fuerzas Armadas y Carabineros fue justamente la
manera violenta de lidiar con, al menos, una parte de la oposición. Los muertos,
los torturados o los detenidos sin un debido proceso no podrían formar parte
del “legado” de ningún gobierno; a lo más, pueden considerarse un mal tolerado
en aras de un bien mayor, argumentado por todos quienes apoyaron activamente al
gobierno militar chileno; a saber, el orden interno, la recuperación
institucional y el mantenimiento de la independencia nacional. Sobre estas
violaciones a los derechos fundamentales de las personas volveré luego.
Sí puede (y objetivamente debe)
considerarse un legado del gobierno de Pinochet el excelente estado
político-institucional y económico en que entregó un país que recibió como
devastado por una guerra. De hecho, Pinochet le evitó a Chile la tragedia de la
guerra en 1978, cuando logró superar la crisis fronteriza con la hermana
República Argentina, gracias a una muy chilena mezcla de diplomacia y disuasión
militar, llena de apariencias y picardías, que lograron engañar a los altos
mandos argentinos, quienes seguramente terminaron dudando del éxito de una
invasión que llevaban años planificando y que parecía fácil en el papel, debido
a las estrecheces que la “Enmienda Kennedy” imponía en el equipamiento militar
chileno. La enorme influencia política y moral del entonces recién elegido Juan
Pablo II fue también una fuerza decisiva para evitar la guerra en 1978 y conseguir
la firma del Tratado de Paz y Amistad en 1984.
Mientras los militares argentinos
desviaron su atención hacia el Atlántico Sur, los militares chilenos y los
miles de civiles que colaboraban en el gobierno concentraron la suya en dotar
al país de una nueva estructura institucional que, reformas más o menos, aún
corresponde, en la obra gruesa, al ordenamiento constitucional que hoy rige a
la República y bajo cuya sombra Chile ha retomado las sucesiones de autoridades
democráticas y la fama de “Estado en forma”, que lo ha honrado desde los días
de Portales.
Menos atendida, pero tan decisiva
como la institucionalidad jurídica y la economía, la reforma administrativa que dio
nacimiento a las actuales regiones es seguramente una de las innovaciones más
trascendentales de los últimos cien años. El territorio nacional fue
estructurado en una serie de nuevas y mayores unidades mucho más eficientes y
gobernables que las antiguas provincias. Estas nuevas regiones no sólo se han
vuelto más ricas, mejor administradas y más autónomas; además el nacimiento de
las regiones prestó a los chilenos que no viven en Santiago (es decir, la
mayoría) un sentido de identidad y pertenencia a su “patria chica” que
retroalimenta, en un círculo virtuoso, el mismo proceso de mejoramiento de la
administración y de aumento de la calidad de vida de las personas que viven en
regiones. Las recientes reformas a la regionalización, algunas ejecutadas, como
la división de Tarapacá, otras propuestas, como la división de Bío Bío o la
elección popular de intendentes, parecen perder de vista el sentido técnico que
debe estar detrás de la administración interna del Estado. Es de esperar que no
afecten en demasía la esencia de un sistema que, en general, ha sido
tremendamente exitoso desde su implementación en diciembre de 1976.
Pero todos estos logros y cien más
que halláremos en el legado del Gobierno Militar no pueden desviar para siempre
la mirada que la historia debe orientar hacia las numerosas violaciones a los
derechos fundamentales de muchas personas, por parte de agentes del Estado
entre 1973 y 1990 ¿Pudo haber sido diferente? ¿Pudo haberse salvado Chile y haber
administrado sus luchas intestinas sin el ingrediente sangriento que ha estado
presente en todas las luchas civiles de todas las sociedades existentes desde
que la historia se empezó a registrar? Chile ha sido distinto y único en muchos
aspectos, pero no lo fue en éste y es poco probable que los actores políticos
hubieran hallado una salida sin violencia a lo que era, en el último trimestre
de 1973, una guerra civil a punto de estallar.
A riesgo de volverme muy impopular,
diré que, tanto como el golpe de Estado fue una respuesta defensiva a una
agresión externa, las violencias dirigidas contra ciertos sectores de la
oposición no pudieron ser del todo inesperadas. En sí mismas, eran consecuencia
de la decisión de llevar adelante el golpe. No podía esperarse que todos los
adherentes de la Unidad Popular se sentaran a ver cómo les quitaban el poder,
especialmente si pensamos que aspiraban a nada menos que el poder total y si
pensamos que ellos mismos habían amenazado con el uso de la fuerza para
consolidar ese poder, incluso antes de la ocurrencia del golpe. Traicionados por
La Habana y por Moscú, carentes de los recursos necesarios para luchar de igual
a igual con los uniformados chilenos, los izquierdistas más recalcitrantes y
exaltados se pudieron limitar a una guerrilla que, en poco tiempo, había perdido
toda posibilidad real de arrebatar por la fuerza el poder al gobierno de
Pinochet. Habría que esperar hasta fines de la década de 1980, para que la
violencia de las protestas y nuevos movimientos guerrilleros llegaran a ser
lo bastante serios como para comprometer la estabilidad del gobierno.
Era una guerra y nadie en su sano
juicio puede esperar que los militares actúen en una guerra como si no
estuvieran en guerra (perdonando las reiteraciones). El problema y el reproche
al gobierno militar no arrancan de la lucha en sí misma, cuando fusiles se
enfrentan a fusiles, incluso si eso ocurre en las condiciones irregulares,
violentas y llenas de odio del enfrentamiento interno de un país. El reproche
tiene su punto de partida en la manera de tratar al adversario, una vez que
éste ya no está en condiciones seguir luchando, porque fue herido, porque fue
arrestado luego de rendirse o porque nunca participó activamente de la lucha,
no obstante lo cual, sigue sufriendo violencias, como detenciones arbitrarias o
interrogatorios acompañados de tortura. En este contexto, esos atropellos a los
derechos fundamentales de esas personas deben ser considerados como crímenes de
guerra, una expresión categórica, viniendo de alguien que tiene y ha tenido
familia directa que ha tenido el inmenso honor de vestir los gloriosos
uniformes de nuestras Fuerzas Armadas.
¿Fue justo perseguir judicialmente
esos crímenes? ¿Es justo todavía, 43 años después? Es una pregunta que nunca he
sido capaz de responderme, porque no me atrevo a juzgar a esos hombres que
tuvieron que hacer frente a un tipo de agresión para el que nuestros militares
y carabineros no estaban preparados y ante el que tuvieron que ir improvisando.
La acción militar, cuando debe proteger la independencia de la nación a la que
se debe, tiene como objetivo colocar al agresor externo (el marxismo
internacional, aunque contara con chilenos en sus filas, era un ente externo,
que obedecía a gobiernos extranjeros) en situación de no poder continuar o
repetir su agresión ¿Había otra forma de lidiar con algo tan violento como el
marxismo? ¿Bastaría con haber recurrido al exilio en el caso de los extremistas
más violentos? ¿Habrían renunciado a usar la violencia nuevamente? La compleja
administración del pasado en países que sufrieron dictaduras comunistas debe
hacernos pensar en este dilema histórico y moral, y no limitarnos a levantar
dedos acusadores desde la comodidad de una sociedad que está en paz, para bien
o para mal, gracias o, al menos, a consecuencia de lo que hicieron los miembros
de las Fuerzas Armadas, Carabineros y los servicios de seguridad asociados.
En todo caso, la pregunta tiene
pocas consecuencias prácticas. Los militares y civiles acusados de violaciones
a los derechos fundamentales, de hecho, se han sometido al escrutinio público y
al juicio de los tribunales que, casi siempre, los han condenado a severas
penas. El mismo Pinochet, al arriesgarse en un plebiscito y someterse a las
reglas de la democracia, corría ese riesgo y lo asumió del todo cuando fue
llevado ante los tribunales, que nunca pudieron emitir una condena en su
contra, incluso contando con la animosidad de la mayoría aplastante de la
judicatura y los medios de comunicación.
Si algo no se puede decir es que en
Chile hubo impunidad para los que cometieron crímenes de guerra desde el
Gobierno Militar, una afirmación que podría buenamente hacerse respecto de
quienes toleraron, fomentaron e hicieron uso de la violencia desde la oposición
al mismo; muchos de los cuales han ocupado e incluso ocupan cargos públicos,
para quienes se ha aplicado y aún existe una especia de Ley de Amnistía
tácitamente promulgada.
Hay muchas respuestas que no somos
capaces de dar respecto de Augusto Pinochet y su gobierno. Sin embargo, para
poder aspirar a hacerlo, es bueno que, de una vez por todas, estemos dispuestos
a convertirlo en objeto normal de estudio histórico y deje de ser objeto de esa
mezcla de odio y temor supersticioso que, aún después de 10 años de muerto,
sienten hacia su persona los que se declaran sus opositores.
Abajo, fotografía aérea de la multitud que presentaba sus respetos al fallecido general, durante su velatorio en la Escuela Militar.
Imagen tomada de http://www.losandes.com.ar/files/image/2006/12/11/153846.jpg
Etiquetas: Chile, Derechos Fundamentales, Fuerzas Armadas y Carabineros, Historia, Libertad, Política
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