sábado, 10 de diciembre de 2016

Pinochet, diez años depués

Pinochet, diez años después.

Fallecido hace un decenio, el general Augusto Pinochet Ugarte, Comandante en Jefe del Ejército y Presidente de la República, es uno de los personajes más influyentes y controvertidos de la historia de Chile. Hasta con su funeral causó polémica. Sus detractores en el gobierno de hace diez años lo odiaban demasiado como para darle un funeral de Jefe de Estado, aunque no pudieron evitar que 50.000 personas fueran a despedirlo mientras se mantuvo la capilla ardiente en la Escuela Militar.

El 11 de septiembre de 1973, encabezó un golpe de Estado que sacó de La Moneda al Presidente Salvador Allende. El también llamado “pronunciamiento militar” (ambas expresiones son válidas académicamente) fue la acción defensiva de una sociedad acostumbrada a la libertad, que se había visto agredida por los apetitos imperialistas de la Unión Soviética y de su extensión caribeña castrista. Buena parte de los funcionarios y simpatizantes de Allende fueron víctimas de duras medidas represivas, que incluyeron desde la cárcel y el exilio, en la mayoría de los casos, hasta la tortura y la ejecución en algunos cientos de casos, con el beneplácito o la indiferencia de la mayor parte de la sociedad chilena, que sintió alivio cuando los militares decidieron terminar con el experimento allendista. A pocos se le escapaba que el objetivo final de la Unidad Popular no podía ser otro que la llamada "dictadura del proletariado", un sistema político que mantiene unos cuantos ejemplares en el mundo, como Cuba y Corea del Norte, y que ha sido lo bastante estudiado, como para ahondar aquí en sus errores y horrores.

A la izquierda radical, socialista y comunista, se unió al poco tiempo la Democracia Cristiana en la oposición a la dictadura militar y algunos de sus militantes y simpatizantes también recibieron la atención de las policías y de los servicios de inteligencia del régimen. El reproche más serio que se ha hecho al gobierno que Pinochet encabezó en nombre de las Fuerzas Armadas y Carabineros fue justamente la manera violenta de lidiar con, al menos, una parte de la oposición. Los muertos, los torturados o los detenidos sin un debido proceso no podrían formar parte del “legado” de ningún gobierno; a lo más, pueden considerarse un mal tolerado en aras de un bien mayor, argumentado por todos quienes apoyaron activamente al gobierno militar chileno; a saber, el orden interno, la recuperación institucional y el mantenimiento de la independencia nacional. Sobre estas violaciones a los derechos fundamentales de las personas volveré luego.

Sí puede (y objetivamente debe) considerarse un legado del gobierno de Pinochet el excelente estado político-institucional y económico en que entregó un país que recibió como devastado por una guerra. De hecho, Pinochet le evitó a Chile la tragedia de la guerra en 1978, cuando logró superar la crisis fronteriza con la hermana República Argentina, gracias a una muy chilena mezcla de diplomacia y disuasión militar, llena de apariencias y picardías, que lograron engañar a los altos mandos argentinos, quienes seguramente terminaron dudando del éxito de una invasión que llevaban años planificando y que parecía fácil en el papel, debido a las estrecheces que la “Enmienda Kennedy” imponía en el equipamiento militar chileno. La enorme influencia política y moral del entonces recién elegido Juan Pablo II fue también una fuerza decisiva para evitar la guerra en 1978 y conseguir la firma del Tratado de Paz y Amistad en 1984.

Mientras los militares argentinos desviaron su atención hacia el Atlántico Sur, los militares chilenos y los miles de civiles que colaboraban en el gobierno concentraron la suya en dotar al país de una nueva estructura institucional que, reformas más o menos, aún corresponde, en la obra gruesa, al ordenamiento constitucional que hoy rige a la República y bajo cuya sombra Chile ha retomado las sucesiones de autoridades democráticas y la fama de “Estado en forma”, que lo ha honrado desde los días de Portales.

Menos atendida, pero tan decisiva como la institucionalidad jurídica y la economía, la reforma administrativa que dio nacimiento a las actuales regiones es seguramente una de las innovaciones más trascendentales de los últimos cien años. El territorio nacional fue estructurado en una serie de nuevas y mayores unidades mucho más eficientes y gobernables que las antiguas provincias. Estas nuevas regiones no sólo se han vuelto más ricas, mejor administradas y más autónomas; además el nacimiento de las regiones prestó a los chilenos que no viven en Santiago (es decir, la mayoría) un sentido de identidad y pertenencia a su “patria chica” que retroalimenta, en un círculo virtuoso, el mismo proceso de mejoramiento de la administración y de aumento de la calidad de vida de las personas que viven en regiones. Las recientes reformas a la regionalización, algunas ejecutadas, como la división de Tarapacá, otras propuestas, como la división de Bío Bío o la elección popular de intendentes, parecen perder de vista el sentido técnico que debe estar detrás de la administración interna del Estado. Es de esperar que no afecten en demasía la esencia de un sistema que, en general, ha sido tremendamente exitoso desde su implementación en diciembre de 1976.

Pero todos estos logros y cien más que halláremos en el legado del Gobierno Militar no pueden desviar para siempre la mirada que la historia debe orientar hacia las numerosas violaciones a los derechos fundamentales de muchas personas, por parte de agentes del Estado entre 1973 y 1990 ¿Pudo haber sido diferente? ¿Pudo haberse salvado Chile y haber administrado sus luchas intestinas sin el ingrediente sangriento que ha estado presente en todas las luchas civiles de todas las sociedades existentes desde que la historia se empezó a registrar? Chile ha sido distinto y único en muchos aspectos, pero no lo fue en éste y es poco probable que los actores políticos hubieran hallado una salida sin violencia a lo que era, en el último trimestre de 1973, una guerra civil a punto de estallar.

A riesgo de volverme muy impopular, diré que, tanto como el golpe de Estado fue una respuesta defensiva a una agresión externa, las violencias dirigidas contra ciertos sectores de la oposición no pudieron ser del todo inesperadas. En sí mismas, eran consecuencia de la decisión de llevar adelante el golpe. No podía esperarse que todos los adherentes de la Unidad Popular se sentaran a ver cómo les quitaban el poder, especialmente si pensamos que aspiraban a nada menos que el poder total y si pensamos que ellos mismos habían amenazado con el uso de la fuerza para consolidar ese poder, incluso antes de la ocurrencia del golpe. Traicionados por La Habana y por Moscú, carentes de los recursos necesarios para luchar de igual a igual con los uniformados chilenos, los izquierdistas más recalcitrantes y exaltados se pudieron limitar a una guerrilla que, en poco tiempo, había perdido toda posibilidad real de arrebatar por la fuerza el poder al gobierno de Pinochet. Habría que esperar hasta fines de la década de 1980, para que la violencia de las protestas y nuevos movimientos guerrilleros llegaran a ser lo bastante serios como para comprometer la estabilidad del gobierno.

Era una guerra y nadie en su sano juicio puede esperar que los militares actúen en una guerra como si no estuvieran en guerra (perdonando las reiteraciones). El problema y el reproche al gobierno militar no arrancan de la lucha en sí misma, cuando fusiles se enfrentan a fusiles, incluso si eso ocurre en las condiciones irregulares, violentas y llenas de odio del enfrentamiento interno de un país. El reproche tiene su punto de partida en la manera de tratar al adversario, una vez que éste ya no está en condiciones seguir luchando, porque fue herido, porque fue arrestado luego de rendirse o porque nunca participó activamente de la lucha, no obstante lo cual, sigue sufriendo violencias, como detenciones arbitrarias o interrogatorios acompañados de tortura. En este contexto, esos atropellos a los derechos fundamentales de esas personas deben ser considerados como crímenes de guerra, una expresión categórica, viniendo de alguien que tiene y ha tenido familia directa que ha tenido el inmenso honor de vestir los gloriosos uniformes de nuestras Fuerzas Armadas.

¿Fue justo perseguir judicialmente esos crímenes? ¿Es justo todavía, 43 años después? Es una pregunta que nunca he sido capaz de responderme, porque no me atrevo a juzgar a esos hombres que tuvieron que hacer frente a un tipo de agresión para el que nuestros militares y carabineros no estaban preparados y ante el que tuvieron que ir improvisando. La acción militar, cuando debe proteger la independencia de la nación a la que se debe, tiene como objetivo colocar al agresor externo (el marxismo internacional, aunque contara con chilenos en sus filas, era un ente externo, que obedecía a gobiernos extranjeros) en situación de no poder continuar o repetir su agresión ¿Había otra forma de lidiar con algo tan violento como el marxismo? ¿Bastaría con haber recurrido al exilio en el caso de los extremistas más violentos? ¿Habrían renunciado a usar la violencia nuevamente? La compleja administración del pasado en países que sufrieron dictaduras comunistas debe hacernos pensar en este dilema histórico y moral, y no limitarnos a levantar dedos acusadores desde la comodidad de una sociedad que está en paz, para bien o para mal, gracias o, al menos, a consecuencia de lo que hicieron los miembros de las Fuerzas Armadas, Carabineros y los servicios de seguridad asociados.

En todo caso, la pregunta tiene pocas consecuencias prácticas. Los militares y civiles acusados de violaciones a los derechos fundamentales, de hecho, se han sometido al escrutinio público y al juicio de los tribunales que, casi siempre, los han condenado a severas penas. El mismo Pinochet, al arriesgarse en un plebiscito y someterse a las reglas de la democracia, corría ese riesgo y lo asumió del todo cuando fue llevado ante los tribunales, que nunca pudieron emitir una condena en su contra, incluso contando con la animosidad de la mayoría aplastante de la judicatura y los medios de comunicación.

Si algo no se puede decir es que en Chile hubo impunidad para los que cometieron crímenes de guerra desde el Gobierno Militar, una afirmación que podría buenamente hacerse respecto de quienes toleraron, fomentaron e hicieron uso de la violencia desde la oposición al mismo; muchos de los cuales han ocupado e incluso ocupan cargos públicos, para quienes se ha aplicado y aún existe una especia de Ley de Amnistía tácitamente promulgada.


Hay muchas respuestas que no somos capaces de dar respecto de Augusto Pinochet y su gobierno. Sin embargo, para poder aspirar a hacerlo, es bueno que, de una vez por todas, estemos dispuestos a convertirlo en objeto normal de estudio histórico y deje de ser objeto de esa mezcla de odio y temor supersticioso que, aún después de 10 años de muerto, sienten hacia su persona los que se declaran sus opositores.

Abajo, fotografía aérea de la multitud que presentaba sus respetos al fallecido general, durante su velatorio en la Escuela Militar.

Imagen tomada de http://www.losandes.com.ar/files/image/2006/12/11/153846.jpg


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