Los piratas no encuentran hogar
Entre los siglos XV y XIX, las potencias de Europa se dedicaron a explorar, descubrir y colonizar el mundo que, hasta entonces, les era desconocido en gran parte. Nunca, como en esa época, los imperios dependieron tanto del mar. Sin la tecnología de nuestros días, marineros rudos, guiados por intrépidos capitanes, conquistaron casi todo el planeta, guiados por las estrellas y empujados por el viento que hinchaba las velas de sus arboladuras.
Las marinas de España, Inglaterra, Holanda, Portugal y Francia, escribieron las páginas más gloriosas de su historia. Pero también fue la edad dorada de la piratería. Las enormes flotas, cargadas de marfil, metales preciosos, joyas, esclavos y especias, eran una presa tentadora para esos marinos sin pertenencia, que reconocían como única patria el mar. Eran mercenarios, que habían vendido sus espadas al liderazgo de su capitán de turno, unidos por la meta común del afán de lucro y la búsqueda de aventuras.
Pero los piratas no eran delincuentes comunes. Tenían un férreo sentido de la disciplina, porque en alta mar, desoír las órdenes del comandante, que puede observar la situación de conjunto, puede significar la muerte de toda la tripulación, si esas valientes fragatas, galeones, corbetas o navíos, se enfrentaban a una tempestad o debían escupir fuego por las bocas de sus cañones durante la batalla. Los buques piratas siempre estaban solos y generalmente tenían que usar de la astucia para enfrentarse a los elementos y escabullirse de las enormes flotas que los cazaban sin piedad. Los errores eran imperdonables, porque podían contar sólo con ellos mismos. Ante algún apuro, nadie podría auxiliarlos.
Si bien es cierto, vivir del robo no es algo muy honrado, estas duras condiciones hacían que el honor entre piratas, corsarios, bucaneros y filibusteros fuera una cosa muy seria. En ello les iba la vida, ni más, ni menos.
Como le pasa a mucha gente, seguramente los piratas llegaban a ser lo que eran sin proponérselo mucho. Simplemente, eran los naipes que les habían tocado en suerte en el juego de la vida. Y es muy posible que hayan buscado lo que todos quieren: asentarse, tener una familia, vivir tranquilamente sus últimos años, disfrutando del producto de sus rapiñas de piratería, en compañía de una mujer cariñosa y de los hijos que ella les diera.
Pero muy pocos lo conseguían. De partida, en esa profesión, deben haber sido pocos los que morían de muerte natural. Pero también hallamos el frecuente caso del pirata que simplemente envejece…, siendo pirata. Cuya única familia estaba constituida por sus velas, arboladuras, castillos de proa, ruedas de gobierno, anclas, aparejos, mascarones, cañones, espadas, puñales y mosquetes.
Al final, de tanto surcar océanos, no pertenecían a ninguna playa; de tanto avistar tierras, no pertenecían a ningún mar. Su destino estaba escrito por el curso impredecible y caprichoso del viento, que los arruinaba o los colmaba de fortuna, dependiendo del punto cardinal desde el que soplara.
A veces, uno se siente como esos piratas. Que no pertenece. Que ha estado en muchos lugares, bajo muchos soles, pero que no pertenece a nada y, lo que es peor, no pertenece a nadie. En definitiva, como esos piratas, a veces, es como si el único lugar donde encajáramos, fuera en la cubierta estrecha y solitaria de nuestras vidas, barrida por la fuerza de las tempestades y la furia de los huracanes. Esa cubierta por donde van pasando las tripulaciones, pero no se va conociendo a la gente, porque como capitanes de nuestro galeón, la lucha contra las flotas enemigas y contra las tormentas nos consume toda energía y tiempo.
Y en cada puerto en que atracamos, sólo es posible la incursión fugaz, pero nunca la conquista. Como buen pirata, sólo puede hurtar un poco de lo que, en realidad, pertenece a otros pocos antiguos capitanes, que han sido más sabios y han merecido pertenecer al abrigo de una bahía de aguas mansas. Al pirata, luego del breve consuelo de una escala, nada le queda, excepto volver a su alta mar, a sus batallas y a sus tormentas.
¿Cómo saber cuándo corregir el curso? ¿Cómo saber cuándo cambiar la orientación del timón? ¿Cómo darse cuenta de que es momento de recoger los aparejos, esquivar esa tormenta, fijar curso N-NE y encaminarse hacia esa otra batalla, contra esa gran flota? ¿Cómo saber que ésta no es la playa donde nos podemos quedar y hay que buscar otras costas? ¿Cómo saber si ésta costa sí puede ser? ¿Cómo leer los datos de una brújula que no quiere indicar el norte?
Tal vez, si lo miramos como una historia, nuestro capitán lleva demasiado tiempo en esos mares. Tal vez ha soñado mucho, mirando las estrellas para orientar su navegación, esperando que lleguen aguas buenas a su borda. Tal vez es hora de que cambie sus costas por mares nuevos. Tal vez no le quede alternativa, porque mientras no pertenezca a nadie, sólo le resta quedarse navegando y buscar para siempre su propio puerto, donde siempre el cielo, con sus estrellas, le diga: “es tuya esta bahía, suyo eres también, detén tu batalla eterna, marino; vive en paz.”
Frase de Hoy: El pesimista se queja del viento; el optimista espera que cambie; el realista ajusta las velas. (William George Ward)