miércoles, 23 de noviembre de 2005

Soliloquio Sobre los Sueños



El hombre sueña de dos maneras. Usualmente, aunque no lo recuerde, va a soñar durmiendo. Pero no es esa la clase de sueños sobre la que quiero divagar. Me refiero aquí al soñar despierto: a todos esos deseos, inspiraciones, proyectos, afanes, búsquedas, en fin, a todas esas cosas que queremos y cuyo logro captura nuestra imaginación. A veces, lo harán con un breve fogonazo, como cuando un hombre que está punto de ser padre, ve un niño en la calle y se figura, a través de él, al niño que está por llegar a sus brazos. Otras veces, el sueño podrá ser muy elaborado, como toda una historia, donde se entrelazan todas esas cosas buenas que perseguimos para nosotros y aquellos que queremos. Desde luego, entre ambas categorías, hay una amplísima escala de mayor o menor complejidad.

Los sueños siempre tienen una connotación positiva. Soñamos con un mañana feliz, con una familia, con amor, con un buen trabajo, con tener dinero, con viajar, con ser famosos, con realizar grandes cosas. Nunca se puede decir que se sueña con cosas malas; en ese caso, cuando nos asaltan esos pensamientos, resultan ser, más bien, temores, pero no son sueños. Pesadillas, si se quiere, como la soledad, la pobreza, la enfermedad, el dolor, la separación, la distancia o el rechazo de quien se ama, los fracasos.

Los sueños son aquello que nos impulsa a levantarnos cada mañana, por muy cansados que estemos, por eso resulta tan importante tenerlos. Nos empujan a perseguir las cosas buenas y a evitar y combatir el mal. Cuando son grandes, nos llevan a conseguir cosas grandes, si somos perseverantes. Un sueño grande y bueno, en suma, es lo más esencial para convertirnos en un hombre mejor.

Por eso es tan catastrófico no tener sueños. La carencia de sueños es la desesperanza, el convencimiento de que, sin importar cuánto nos esforcemos, no podremos conseguir las cosas buenas que buscamos. Es un presente constante, sin futuro, solamente pasado doloroso, lleno de recuerdos atormentadores de lo que perdimos o dejamos pasar torpemente y que ahora, sin sueños posibles, nunca podremos conseguir. Y no hay que perder de vista que el presente, en realidad, no existe. Heráclito, el oscuro de Éfeso, escribió que la vida es como un río en el que nunca nos bañamos dos veces en las mismas aguas. El fugaz segundo del ahora, tan breve como el batir de las alas de una mariposa, se nos va constantemente, convirtiéndose en pasado. En definitiva, el presente no es nada, por eso una vida sin sueños, que apela sólo al presente y al pasado, sin propósitos para el futuro, es la quintaesencia de la nada. Es el vacío total.

Por eso no es tan grave ver perdido uno u otro sueño particular, ya que el fracaso es inherente a la vida, tanto como el éxito. Lo verdaderamente aplastante es abrir los ojos un buen día y darse cuenta de que ya no quedan sueños en absoluto para perseguir, no queda nada con qué ilusionarse, nada que nos empuje. El efecto es fulminante: al dejar la vida sin propósitos, nos hunde en una tristeza apática, en una pena aletargada y ausente, de la que cuesta mucho salir, salvo que, por milagro, aparezcan nuevos sueños. Claro está, a medida que pasan los años y las torpezas y vilezas nuestras van destruyendo todos los sueños, encontrar otros nuevos se hace más difícil. De ahí que los viejos, cuando están solos, suelen enfermarse frecuentemente y terminan por morir, porque no les queda mucho por conquistar para sí mismos y no pueden participar de los sueños de nadie más (hijos, nietos, amigos, etc.), si es que están abandonados.

No estoy capacitado, ni me siento con la sabiduría para dar recetas, así que no me atrevo a decirles qué se hace para volver a soñar cuando ya no podemos, no sabemos o nos atemoriza volver a hacerlo, para evitar ver otra vez cómo se desvanecen en el aire. Sólo puedo atinar a decir que, aunque no queden sueños, siempre quedarán luchas, aun cuando resulten imposibles de ganar. Pero esa no es excusa para no pelear hasta el final igualmente, por respeto a sí mismo y también, por qué no, a los que cuentan con que uno seguirá plantando cara.

De todos modos, los sueños idos, perdidos quedarán de todos modos, sea que luchemos o no. Y siempre va a resultar más digno perder luchando, que capitular. Lo último que se pierde no es la esperanza, es el honor. Aunque no exista posibilidad de cumplir con los propósitos propios y la palabra empeñada, hay que intentarlo de todos modos, incluso si sabemos que vamos a la batalla, pero no a la victoria.

Pero hay que internalizar la posibilidad cierta de que los sueños no vuelvan. Que los fogonazos no lleguen a ser estrellas fugaces, sino que se queden en pompas de jabón deshechas después de un brevísimo vuelo. Que sean simplemente flores del desierto, de corta existencia. Es saludable entender que los desiertos no son jardines, aunque se vean un día como tales.
Algunas cosas no florecen nunca y es prudente tenerlo presente, cuando ya sabemos que hemos sido malos jardineros y hemos dejado marchitas todas las flores; no hay que esperar por ellas para la próxima primavera, porque ésta puede no volver nunca o lo va a hacer cuando la tierra esté toda yerma. Ahora, por fin, entiendo lo que quería decir Umberto Eco, con eso de que, al morir la rosa, sólo queda su nombre; y el nombre de la rosa, es sólo eso, el nombre: es nada. Porque, al fin y al cabo, sólo un tonto sueña con lo que no puede tener. Y soñar así siempre se convierte en pesadilla.

Frase de Hoy:
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción;
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
(Pedro Calderón de la Barca)

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domingo, 20 de noviembre de 2005

Ser Hombre (Masculinidad y Virilidad)


He estado muy ausente de la blogósfera . Desgraciadamente, dispongo de menos tiempo del que quisiera para dedicarlo a escribir el blog y hasta he tenido algunos problemas técnicos, debidos a unas desconfiguraciones, que terminaron borrando el último post que había hecho. Pensé en rehacerlo, pero las segundas partes nunca son buenas, así que aquí vamos con algo totalmente distinto.

Hace pocos días, tuve una interesante conversación con una amiga. Me criticaba, a propósito de un comentario que hice, que era un obsesionado con la idea de que uno tenía que ser siempre varonil y masculino. Según ella, yo erraba, por un lado, porque juzgaba desaprensivamente a los hombres que, según mi criterio, eran poco masculinos o viriles. Además, según afirmó, la masculinidad y la virilidad no son cosas importantes que una mujer busque en un hombre.

Reconozco que, a lo largo de la vida, he aprendido que de mujeres uno siempre aprende menos de lo que quisiera, pero su afirmación me dejó muy intrigado, porque siempre he supuesto que las cosas que atraen a las mujeres son, precisamente, aquellas que nos hacen ser hombres, comportarnos como tales y vernos así.

Luego de reflexionarlo mucho, llegué a la conclusión de que hay una cierta confusión de conceptos. La raíz latina “vir” tiene, al menos, una doble dimensión. Por un lado, designa al “varón”, no simplemente al hombre. El “vir” es el sujeto que trata de ser justo, honrado, fuerte, valiente, es decir, que intenta desarrollar las “vir-tudes” propias de un hombre cabal. Precisamente, la raíz da origen a “virtus”, la “virtud”, el valer moral. La idea latina proviene de la idea griega de la “areté”, una muy amplia expresión que podría traducirse por “virtud” o “excelencia”.

Los griegos (no tanto los romanos), estimaban que las mujeres eran personas de segunda categoría, por eso no existe una designación de virtudes morales en la concepción mental antigua para el conjunto de notas del temperamento de las mujeres. En Occidente, eso tuvo dos efectos muy perniciosos.

Por un lado, como las mujeres, según los griegos, no podían practicar la filosofía y alcanzar las virtudes (a pesar de las historias de Aspasia y Diotima, maestras de Pericles y Sócrates, respectivamente), no podían desarrollar plenamente las notas nobles del carácter humano. Hubo quienes estimaron, incluso, que no eran capaces de amar y, desde luego, la valentía, la fortaleza, la templanza, la lealtad y, sobre todo, el honor, les resultaban inalcanzables.

Por otro, se degeneró la idea principal al punto de estimar que las virtudes viriles sólo se podían considerar como tales en cuanto fueran el opuesto de los rasgos físicos y espirituales de lo femenino, que se estimaba como impuro, manchado, malo, en suma. Las actividades asociadas a la guerra se convirtieron en el epítome de la virilidad, desechando todos los demás componentes de la “areté”, lo que resultaba lógico en un mundo griego en guerra constante, decadente y desfigurado, que terminó absorbido por los macedonios y, más tarde, por Roma.

El Cristianismo devolvió a la mujer el lugar rector de la vida social y familiar, pero subsistió la idea de que, por el hecho de no participar en la guerra y la política, las mujeres no podían aspirar a ser plenamente virtuosas o, cuando menos, habría un amplio campo de virtudes morales a las que no podían acceder, puesto que se estimaba que las virtudes heroicas del campo de batalla, más que ninguna otras, eran las que otorgaban el verdadero valer espiritual.

Desde luego, todo ello, fue una gran cadena de errores. La cosa no opera así; lo que ocurre es que una mujer puede ser tanto o más valiente que un hombre y ser mucho más fuerte y luchadora: no hay nada más peligroso que una mujer o una hembra de cualquier especie que ve amenazados a sus cachorros. Pero a las mujeres, a diferencia de los hombres, les desagrada profundamente la violencia. Nosotros, seguramente, hemos heredado atávicamente el gusto por las artes de la fuerza, generadas probablemente en las actividades de nuestros más remotos antepasados, que se veían obligados a cazar sus alimentos, matándolos, claro está; mientras las mujeres quedaban en la cueva o choza cuidando del fuego.

En definitiva, tienden menos a la violencia física que nosotros. Por eso, erróneamente, hemos estimado que, como no les gusta pelear a puñetazos, deben ser menos valientes ¿Habrá razonamiento más idiota y más difundido? Y créanme, hay mucha gente (y muchas son mujeres) que piensa que la cosa es así.

Ahora, nosotros, los hombres. Por mucho tiempo y por idénticas razones, se identificó la virtud moral del hombre con las aplicaciones de la fuerza bruta y, me imagino que eso es precisamente lo que le desagrada a mi amiga. A mí me desagrada igualmente y, ciertamente, no me refiero a eso cuando destaco la masculinidad y la virilidad como algo deseable, algo que todo hombre debería conquistar y cultivar.

Finalmente, hemos entendido en los últimos decenios que las mujeres deben tener los mismos derechos civiles y políticos que los hombres. Pero en el proceso tengo la impresión de que no hemos sabido administrar el cambio y hemos ido extraviando nuestra identidad masculina. He pensado en algunos puntos que no debieran perderse de vista para que eso no pase:

1. La mayoría de los problemas no se solucionan con la violencia, pero algunos pocos sólo pueden arreglarse con los puños. Muchachos, sin miedo, por algunas cosas y personas vale la pena sangrar. Siempre teniendo en cuenta que nunca se pelea con alguien más débil y que las peleas, si se pueden evitar, se evitan. Hay que tratar de no empezar ninguna, pero terminar todas las que se empiecen.

2. Las mujeres son tanto o más inteligentes, fuertes, valientes y determinadas que nosotros, no necesitan que les andemos resolviendo todo y ahogándolas, pero en ciertas cosas, siempre van a necesitar que uno las cuide. Hay que estar ahí para ellas, sin la autoridad omnímoda del “pater familias”, pero por último, a veces, haciéndoles sentir que, si estamos cerca, nada malo les puede pasar. A veces, no es mucho lo que puede hacer uno en sus problemas y ellas los resuelven mucho mejor que lo que nosotros lo haríamos, pero sí es nuestro deber otorgarles la sensación de que pueden estar seguras de que estaremos y que, si necesitan que las rodeen con brazos gruesos, esos brazos van a estar ahí y se van a dejar quebrar, antes que permitir que las dañen.

3. Como contraparte. Somos sus maridos, sus pololos, sus amantes, sus amigos, etc. No somos el papá. Son mayores de edad, insisto, tanto o más inteligentes y valientes que nosotros. No es bueno meter la cuchara en todo; la ayuda se da, más que nada, cuando es necesaria y pedida.

4. La masculinidad tiene que ver más específicamente con las notas externas del “ser hombre”. La manera de vestirse, de caminar, de hablar. Hay que ser más que parecer, de acuerdo; pero quien se esfuerza en el parecer, también colabora con el ser. Un hombre que me da un apretón de manos flácido y con la vista en el suelo, sin duda se ganará mi confianza con mayor esfuerzo. Un señor con ambo rosado, a lo mejor combina muy bien los colores, pero no resulta muy serio. La mayor parte de la inteligencia es adaptarse. Y buena parte de la virilidad y la hombría de bien, se refleja en la masculinidad. En relación con lo mismo, una parte esencial y a menudo olvidada de la masculinidad es la caballerosidad. En el trato con las mujeres hay que ser corteses, atentos y virilmente delicados. Y, por supuesto, galantes. La mano de un caballero ha de ser firme, pero también debe ser suave para acariciar una mujer. Así como debe ser capaz de empuñar una espada, debe ser capaz de ofrecer una flor con elegancia y naturalidad.

5. Lo más destacado de un hombre que merezca tal denominación, tiene que ver con el carácter. Un hombre de verdad ha de ser leal, honrado, valiente, comprometido, veraz, esforzado, trabajador, sincero, auténtico, atento, virilmente sensible, comprensivo, solidario, justo. En suma, tratará de cumplir siempre lo que dice y vivir de acuerdo con ello cada segundo. Lo último que nos pueden quitar no es la esperanza... ES EL HONOR. Con honor hay que vivir, con él hay que morir y, si es necesario, por honor, hay que dar la vida.


Como ya sugerí, todas estas virtudes, en su modo específico, también corresponden a las mujeres. Por culpa de nuestros filósofos clásicos, no se les inventó ningún término particular para ellas, equivalente a “virilidad”. Y “feminidad” es muy estrecho, porque alude más a cosas externas, que pueden ser muy relevantes, pero no son lo más importante.

Y como hombres y mujeres somos iguales, pero no idénticos, ellas disponen de una manera mucho más agraciada que nosotros de desarrollarlas, acompañándolas de una delicadeza y tino de los que nosotros no somos capaces siempre. Además, las mujeres están adornadas de algunas virtudes que para nosotros resultan inalcanzables, relacionadas con la gracia, que siempre las rodea; la ternura, que ellas traen desde la cuna, mientras nosotros la tenemos que desarrollar; la suavidad, que las define, por dentro y por fuera; y la hermosura, porque resulta evidente que toda la belleza de la especie humana se concentró en ellas. A nosotros nos tocó poco y nada. No les gustamos por lindos, eso está claro.

De esas diferencias, de esas virtudes específicamente femeninas y de las virtudes comunes al género humano desarrolladas particularmente por las mujeres; de ese “ser mujer”, es que los hombres nos enamoramos. Supongo —y aquí arrancaba el desacuerdo con mi buena, sabia y querida amiga— que las mujeres se enamoran de las virtudes y rasgos propios del “ser hombre”. Eso espero, porque no pienso cambiar y empezar a verme o comportarme como algo distinto.

¿Ustedes qué opinan...? ¿Las mujeres encuentran atractiva la virilidad y la masculinidad? Yo espero que sí.



Frase de Hoy: El carácter de cada hombre es el árbitro de su fortuna. (Publio Siro)

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jueves, 10 de noviembre de 2005

Manos firmes y paños fríos

Gracias a Dios, Chile no ha debido entrar en una guerra externa desde hace 127 años... y contando; nuevamente, gracias a Dios. Sin ánimo de ser alarmista, el controvertido proyecto aprobado por el militante Congreso de la hermana República del Perú, puede llevarnos a una situación insospechada; incluso, a lo impensable: a la guerra.

Las escaladas de conflicto suelen ser vertiginosas y, por mucho que uno se sienta preparado, la historia demuestra con pruebas uniformes y abrumadoras, que casi siempre las crisis internacionales avanzan más rápido de lo que actúan los actores diplomáticos y gubernamentales. La única manera de salir airoso de un disputa internacional, es tener un servicio exterior bien preparado y atento y, hasta el momento, aunque estoy lejos de ser un hincha de Ricardo Lagos, reconozco hidalgamente que el Presidente de la República y sus colaboradores, han manejado el asunto de manera correcta.

Segunda opción, la guerra. Poco probable, sí; impensable, ciertamente; horrible, desde luego; imposible, desgraciadamente, no. Cuando, como dijo Lenin, se pasa desde “las armas de la crítica, a la crítica de las armas”, la única forma de estar preparado es haber configurado y mantenido un dispositivo militar disuasivo. En pocas palabras, las Fuerzas Armadas han de tener dimensiones y equipamientos que convenzan a cualquier agresor eventual, de que su ataque le resultará mucho más caro, que cualquier beneficio que pudiera obtener de un conflicto bélico.

En ese sentido, las administraciones recientes, desde el Presidente Pinochet, al Presidente Lagos, ha sido previsoras. Aprovechando las buenas cifras macroeconómicas y la tranquilidad del país, desde 1985, aproximadamente, se ha realizado un profundo proceso de reforma y modernización de las Fuerzas Armadas, que las colocan a la altura de cualquier escenario de confrontación militar externa.

Como ya decía, hace 20 siglos, el autor latino Vergetius, en su “Epitome Rei Militaris”, “si vis pacem, para bellum”: “si quieres paz, prepárate para la guerra”.

Tengo familia con uniforme, de manera que la perspectiva de una guerra, aunque sea corta y limitada, me parece inquietante. Y aunque no fuera así, creo que ningún hombre debiera ver jamás la guerra. Por eso, exactamente, me parece que, tanto en la diplomacia, como en la defensa, deben mantenerse las políticas que han sido tradicionales en Chile. Es decir, mantener una diplomacia vigilante y proactiva, y unas Fuerzas Armadas bien equipadas y modernas.

Muchas son las voces que suelen alzarse en son de protesta cuando se adquieren o se producen armas para la milicia. Estoy de acuerdo en que, de ser posible, sería preferible usar el acero en arados, en vez de usarlo en espadas. La tierra prefiere beber el sudor del obrero, antes que la sangre del soldado. Pero esta crisis, que espero en Dios pueda ser contenida por nuestras autoridades políticas, tal vez termina de convencernos a todos de la necesidad de mantener siempre bien dotados a nuestros regimientos, bases navales y bases aéreas. No vivimos en el Paraíso Terrenal y, gústenos o no, por mucho tiempo estaremos condicionados a vivir junto a vecinos inestables, que pueden sentirse tentados a liberar presión interna, a través de nuestras fronteras.

Otro asunto que me preocupa es la actitud de la gente. Los únicos círculos donde no encuentro histerias chauvinistas y nacionalismos exacerbados, es en los ambientes militares. Ellos saben lo que es la guerra y prefieren evitarla a toda costa. En la vida social, en el mundo del trabajo, en las universidades, en cambio, he percibido un creciente aire de beligerancia y, lo más preocupante, de abierto desprecio a nuestros hermanos peruanos. Que eso son, hermanos; no son indios, no son monos, no son cholos; son nuestros hermanos.

Estoy de acuerdo en que hay que ser firmes. Ya hubo un tratado y el Perú tendrá que respetarlo. Si no lo hace y sufrimos una agresión, bueno, habrá que defenderse. Y estoy seguro de que lo haríamos con éxito, es decir, con la victoria. Paños fríos, sostenidos con manos firmes.

Pero no está bien contribuir al ambiente belicista con comentarios despectivos o con actitudes soberbias. En los últimos años, muchos chilenos se pasean por el mundo haciendo alarde de una de las peores formas de ordinariez, que es pensar que todos en el continente, menos nosotros, son bárbaros atrasados, mientras que nosotros, poco menos, que somos miembros del Primer Mundo. Es cosa de ver una población como la Costanera, entrar en las calles de Hualpencillo o la Emergencia, para ver que nos queda mucho por recorrer. Además, lo que nos hizo “grandes en la América Austral”, como dice el himno de la Escuela Militar, fue la sobriedad y la humildad, no la soberbia vulgar de "nuevo rico".

Una reflexión a modo de recuerdo. Trabajé seis meses en Estados Unidos, en el centro de esquí “Dodge Ridge”, en Cold Springs, California. Entre los muchos amigos que hice, se contaban varios peruanos. Recuerdo especialmente a las dos preciosas Úrsulas y a la no menos bonita Daniela. Al buen Piero y, en fin, a tantos otros. Por cierto, si mi país llamara, seré el primero en la frontera y, de ser necesario, ofrendaría mi vida en las sagradas aras de la Patria; siempre he estado dispuesto a dar mi sudor y mi sangre por aquellos que amo; quienes me conocen, me han visto hacerlo. Y yo amo a mi país. Pero preferiría no tener que hacerlo, porque mi naturaleza se rebela de sólo pensar que hombres con nuestro uniformes o hasta yo mismo, pudiéramos cercenar la vida de una de estas personas o destruir sus hogares.

Eso, precisamente, es la integración. Conocer al “otro” e internalizar que son personas, dignas de nuestro respeto y hasta afecto, en el caso de estos amigos míos peruanos (incluso amor, porque la Úrsula es muy linda, pero eso puede dar para otro blog; pero, en serio, una limeña preciosa). Por eso estos viajes y la permeabilización de las fronteras son procesos que es necesario alentar.

Conozco a mucha gente en muchas esferas y soy muy preguntón. Y muchos me han confidenciado que “la cosa podría ponerse fea”. Esperemos que no llegue a eso. Grau y Bolognesi, Prat y Carrera Pinto, fueron hombres grandes, que legaron un ejemplo imperecedero de abnegación y sacrificio por el amor de la patria y por amor de los nobles pueblos de Chile y del Perú; incluso, el sacrificio máximo. Pero su entrega por ese amor, ha de recordarnos que dicho amor debe ser más fuerte que el resentimiento que puede surgir frente a los que podemos creer, erróneamente, que son nuestros enemigos. Si todos amáramos a nuestras patrias, más de lo que detestamos a nuestros adversarios, la guerra no existiría en el mundo; si amáramos a nuestros niños, más de lo que odiamos a los enemigos que nos creamos, podríamos convertir todos los sables y bayonetas en herramientas de labranza. Ruego a Dios que ese día llegue. Y ruego a Dios que no llegue el día en que esta crisis se convierta en algo peor.




Frase de Hoy: La guerra es una masacre entre gentes que no se conocen, para provecho de gentes que sí se conocen, pero que no se masacran (Paul Ambrose Valléry)

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