sábado, 22 de octubre de 2005

"Contento Señor, Contento"


“Yo sostengo que cada pobre, cada vago, cada mendigo es Cristo en persona que carga su cruz. Y como Cristo debemos amarlo y ampararlo. Debemos tratarlo como a un hermano, como a un ser humano, como somos nosotros.”

Esta frase, escrita por Alberto Hurtado Cruchaga, S.J., representa la declaración de principios de su vida y la forma en que efectivamente la vivió. Quien se convertirá en pocas horas más en San Alberto Hurtado, vivió cada momento de su vida procurando cumplir en su existencia ese mandato urgente del Evangelio: “ama a tu prójimo como a ti mismo.”

Fue un hombre extraordinario, cuyo testimonio de vida puede verse en cada rincón de Chile, con la enorme obra social que ha sido y es el Hogar de Cristo. Y, al mismo tiempo, no lo fue. Alberto Hurtado Cruchaga nació en el seno de una familia de clase media, cerca de Viña del Mar. Perdió a su padre cuando tenía cuatro años y los problemas económicos obligaron a su madre a trasladarse a Santiago, donde vivió varios meses al amparo de familiares.

A pesar de las penurias económicas, la madre de Alberto siempre encontró la forma de ayudar a los más necesitados a través de un patronato. Terminados los estudios secundarios, ingresó a la Escuela de Derecho de la Universidad Católica, de la que egresó en 1923. Después de la universidad, pidió su admisión a la Compañía de Jesús. Como parte de su formación como religioso, obtuvo el título de doctor en Ciencias Pedagógicas por la Universidad de Lovaina.

De vuelta en Chile, ya como el padre Alberto Hurtado, pasó a desempeñarse en la formación cristiana de jóvenes en el Colegio San Ignacio y en la Acción Católica. Así como en sus estudios se destacó por su camaradería y esfuerzo, en sus contactos con los jóvenes, demostraba estar en sintonía con sus anhelos y con las ideas de cambio social que germinaban en la primera mitad del siglo XX.

Precisamente, para llevar adelante ese cambio social desde la perspectiva del Evangelio, es que funda en 1944 el Hogar de Cristo.

¿Hay algo particularmente notable en la vida de Alberto, que nos llevara a predecir que se convertiría en una de las figuras más influyentes de la historia de Chile? La verdad, no. Sencillamente, con perspicacia y entrega, siguió el buen ejemplo de su madre en la generosidad con los demás, especialmente los más desvalidos. Y en su vida, hizo todo lo posible por aprovechar al máximo cada segundo, para vivirlo de acuerdo al mensaje de Jesucristo.

La elevación de los santos a los altares tiene justamente esa finalidad: recordarle a las personas que no es necesario ser un personaje extraordinario para seguir el camino trazado por el Evangelio. TODOS PODEMOS SER SANTOS. De eso se trata este asunto de la vida. Si de verdad le pusiéramos empeño, seríamos perfectos y el mundo lo sería con nosotros.

El Hogar de Cristo es una institución magnífica, que reúne voluntades en un propósito tan noble como asistir a nuestros hermanos más débiles: los pobres, los enfermos, los ancianos, los niños, los “patroncitos”, como gustaba llamarles el gran santo. Pero también es un recordatorio para todos los demás aspectos de la existencia, más allá de la pura actitud ante las inhumanas desigualdades sociales. Es un llamado para que en todo tiempo y lugar, en toda circunstancia, todos los hombres y mujeres de buena voluntad, frente al resto, actúen teniendo presente que todo ser humano es hermano nuestro; que el tiempo y nuestras habilidades y oportunidades son recursos que tenemos el deber de usar para mejorar el mundo desde la parcela de nuestra casa, de nuestro trabajo, de nuestra familia, de nuestros amigos. Responder con amor al que nos ama y con mayor amor todavía al que no lo hace; ir por el mundo con los brazos abiertos, enjugar la lágrima de todos, incluso de quienes antes pudieron causar las nuestras.

No es sencillamente una imitación mecánica de la vida de Nuestro Señor y de los grandes hombres, como Alberto, propuestos como ejemplo; se trata de plantearse, en cada segundo de la vida, qué es lo que, de acuerdo a nuestro leal saber y entender, podemos buenamente hacer en la forma correcta.

San Alberto Hurtado comprendió eso, captó que debía hacerlo y encontró el coraje para llevarlo a cabo, cumpliendo en cada minuto con los preceptos más caros de la Iglesia. Por eso la Iglesia lo va a reconocer mañana como un ejemplo a seguir. Ojalá todos recordáramos, como él, que el mundo es como un hogar en el que vive una gran familia de hermanos y hermanas, hijos de un mismo Padre cariñoso.


Frase de Hoy: “¿Qué Haría Cristo en mi Lugar?” (San Alberto Hurtado, S.J.)

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viernes, 14 de octubre de 2005

Magister et amico


Esta madrugada, en medio del cariño y la admiración de cientos de generaciones de periodistas que usted formó, su colega, que como usted es un Maestro, lo quiso llamar a Su lado, para participar de las aulas del Paraíso.

Maestro y amigo, eso fue usted, don Carlos Godoy Rocca. Mucho más que un mero profesor, fue un maestro ejemplar y un amigo bueno. De esos formadores de hombres que ya no se ven con frecuencia: sabio, paciente, dedicado y culto. Sólo una dolencia terminal pudo impedirle proseguir su noble tarea docente, porque ya desde hacía tiempo que llevaba a cuestas otros dolores, que nunca fueron obstáculo para desplegar puntualmente, día a día, sus notables aptitudes de profesor.

Su cátedra esclarecida, su disposición permanentemente abierta, su buen humor y, sobre todo, su ejemplo de honradez y empeño, fueron las virtudes constantes que procuraba transmitirnos desde ese corazón enorme que adornaba su pecho.

Quedé tranquilo de haber tenido la oportunidad de conversar con usted pocas semanas antes del desenlace. Su voz se oía cansada, pero se notaba que, como siempre, a pesar de que su cuerpo no le siguiera el ritmo, su espíritu estaba intacto y así debe haber llegado al Cielo, esta mañana, a disfrutar del banquete eterno de los justos.

Me habría gustado que pudiera haber leído mi primera publicación, que llegó a mis manos hace unos pocos días. Usted contribuyó inmensamente a la formación como profesional y como hombre, que me ha permitido alcanzar estos pequeños éxitos. Me habría encantado que me hubiera visto hacer clases, tratando de emular, aunque sea torpemente, esas sesiones inspiradoras que tuvimos el privilegio de compartir tantas veces en el edificio rojo de la calle Ainavillo.

Profe, amigo; miles de periodistas caminan hoy por los sinuosos senderos del desempeño profesional llevando en el corazón sus inspiraciones, sus consejos, sus enseñanzas y su ejemplo. En ellos, vivirá usted siempre, en cada reporteo bien hecho, en cada esfuerzo emprendido con honestidad, en cada despacho puntual, en cada crónica elaborada con dedicación, en cada otra labor profesional, para los que no elegimos la prensa, y, sobre todo, en cada uno de los corazones de todos los que tuvimos el privilegio de decir que fuimos alumnos de don Carlos Godoy Rocca.

Su partida, definitivamente, se me figura como el cierre simbólico de una época que, para muchos de nosotros, fue de las más felices de nuestras vidas. Disfrutamos la universidad con toda la plenitud que permite la vitalidad juvenil y llenamos nuestra vida de cálidos y alegres recuerdos. Y uno de los mejores recuerdos, fue poder conocerlo y recibir las enseñanzas de usted.

Espero que, al menos ante sus ojos, que nos miran desde la casa del Padre, hayamos sido dignos de sus nobles esfuerzos y que haya sido buena la tierra de las almas donde sembró la semilla de profesionales rectos. Espero que estemos a la altura, usted se merece el empeño.

Hasta pronto maestro; hasta pronto amigo mío.


Frase de Hoy: Eleva tu corazón tan alto que, al morir, debas ir a buscarlo en el Cielo; hazlo tan grande que, desde el Cielo, siga latiendo en la Tierra y mantenlo tan fuerte que, sin palabras, siga hablando a los que te recuerdan con cariño.

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viernes, 7 de octubre de 2005

En la balanza de Osiris

Casi todos los pueblos han asimilado alguna noción de vida ultraterrena, asociada a alguna clase de juicio previo, que determinaba el destino del alma del difunto y, por tanto, su recompensa o castigo a las acciones y omisiones de su existencia mortal.

Para los griegos, el espíritu del difunto se presentaba ante un tribunal de tres magistrados: Éaco, Minos y Radamanto, de cuya sentencia podía concluir la condenación al Hades o el paso a la Isla de los Bienaventurados, que algunos han querido identificar con la leyenda de la Atlántida, mencionada en los diálogos platónicos.


Antes que ellos, los egipcios desarrollaron una riquísima escatología, de la que nos ha quedado un valioso testimonio en el Libro de los Muertos, que constituía una guía para el alma del difunto en el Más Allá. El interés del don del Nilo por la vida después de la vida, queda testimoniado por los prodigios arquitectónicos que nos legó esa cultura en sus necrópolis y, sobre todo, en esas pirámides que, desde su altura de maravillas del mundo, contemplan los cuarenta siglos que han transcurrido sobre la planicie desértica de Gizeh.

El alma era conducida al tribunal divino por Anubis, el dios de los muertos con cabeza de chacal. Éste la presentaba a Osiris, quien aparecía revestido con las insignias reales del faraón y acompañado de su esposa Isis y su hermana Neftis. Ante el excelente Osiris, el enjuiciado realizaba sus descargos, según las fórmulas rituales. A continuación, el corazón del difunto era extraído de las vasijas en que se dejaban las vísceras antes de la momificación y era pesado en una balanza por Maat, la diosa de la verdad y la justicia.

Sobre un plato de la balanza, Maat depositaba una pluma de avestruz, que representaba la verdad, la bondad, la justicia y el bien. Si se equilibraba con el corazón del difunto, Horus, el dios halcón, lo conducía a su morada eterna. Si el resultado era negativo, el alma era aniquilada por un monstruo, mezcla de cocodrilo, león e hipopótamo.

Cuando se cumplen plazos importantes, es inevitable pensar en qué condiciones podría uno aparecer ante un tribunal de ultratumba ¿Qué podría presentarle a Dios si hoy muriera, pasada ya una determinada (y nada despreciable) cantidad de años de mi vida? ¿Qué podría llevar ante el Señor, para decirle: “estas cosas buenas he logrado en tu nombre”?

Quién sabe. Tal vez, muy poco o, seguramente, menos de lo que corresponde a las oportunidades y talentos recibidos o menos de lo que uno honradamente sabe que debió hacer… y que no fue capaz de conseguir.

El tiempo debe ser considerado como el más valioso de los tesoros y el más grave de los encargos. Es un capital que, una vez dilapidado, no vuelve. No vuelve el tiempo pasado, así como no lo hace la flecha lanzada, la palabra dicha, ni la oportunidad perdida.

A menudo, la vida otorga segundas oportunidades, incluso cuando parece que ya no hay tiempo de sacarles partido. Pero el desaprovechamiento de oportunidades, cuya consecución era nuestra responsabilidad, SIEMPRE TIENE CONSECUENCIAS. Y esas consecuencias son definitivas, de una u otra manera, dejando huella en la historia de nuestro tiempo, que también de manera definitiva, se va para no retornar jamás.

Si tuviera que pesar mi corazón en la balanza de Osiris, es posible que fuera mucho más pesado que la pluma. No tendría, tal vez, mucho que presentar y tendría que recurrir a una licencia de procedimiento. Para vislumbrar alguna opción de salir airoso del tribunal, me vería obligado a presentar esos testigos buenos que, en el día de ayer, cuando finalmente cumplí 30 años, llenaron mi celular, mi buzón de voz y mi casilla de correo de las más significativas muestras de afecto. Esos testimonios, claro está, son parciales y su objetividad cede grandemente ante el cariño, que no permite ver lo real muchas veces, pero a lo mejor, podrían hacer pensar a Osiris que, efectivamente, en unos pocos aspectos, el corazón que se pesa en su balanza, fue el de una vida más o menos buena y medianamente decente.


Frase de Hoy: Malgasté mi tiempo, ahora el tiempo me malgasta a mí. (William Shakespeare)

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sábado, 1 de octubre de 2005

Pasar el Rubicón.


Siglo I a. de C. Un general romano, llamado Cayo Julio César, montado en un alazán pálido, observa inquieto, pero con expresión decidida, el discurrir tranquilo de las aguas del Rubicón, convertidas en fluido argentífero por la luz de la luna del cielo italiano.

Si sus legiones, victoriosas en cien campañas, vadean el río sin autorización del Senado, no habrá marcha atrás posible. Realizar el cruce será declararle la guerra al patriciado de la República Romana. Podría significar una nueva guerra civil. Para evitar las conmociones, el Senado ha dispuesto que ningún cuerpo de ejército traspase la frontera del río Rubicón sin su venia expresa. Para los transgresores, la advertencia es clara: quien realice ese acto rebelde, se convierte en enemigo de la aristocracia senatorial y tendrá que vérselas con su poder y con sus fuertes aliados.

César es popular y conocido en Roma. Es un héroe. Los botines de guerra lo han convertido en un magnate, y está a punto de arriesgar su fortuna y posición. Si termina vencido por sus enemigos políticos, perderá todo, hasta la fama, pues la historia relega a los derrotados a un segundo plano. Vae victis (¡Ay de los vencidos!). Una salus victis, nullam sperare salutem (la única salvación de los vencidos, es no esperar ninguna salvación). Pero si alcanza la victoria, será capaz de realizar el sueño de su vida: convertir la vetusta república en un imperio regido por él mismo, erigido en dictador.

¿Por qué lo arriesga todo? No es pura ambición. César ama a Roma, quiere servirla. Pero la ama completamente, y desea servirla por completo. No se conforma con las migajas de un sistema enfermo y pasado de moda; Caius Iulius Caesar quiere la reforma. Y la única vía posible para la reforma, consiste en inventar un trono imperial y ocuparlo él mismo.

Ordena pues, a sus legiones, cohortes, manípulas, centurias y decurias, cruzar la frontera entre Roma y la Galia Cisalpina, demarcada por el Rubicón. Alea jacta est (La suerte está echada).

César, sin tomar el título, de hecho, fue el primer emperador, tanto así, que sus sucesores quisieron tomar el nombre de César. Es verdad que terminó asesinado por sus enemigos, pero ya era tarde para la república. Julio César había llevado la historia—la de Roma y la suya— a un punto sin retorno la noche en que alcanzó las orillas del Rubicón.

Emulando a César, en todos los tiempos y lugares, millones de hombres se atrevieron a pasar el Rubicón, permitiendo con su valentía darle dinámica a la existencia, por todos los que dudaron y temieron traspasar la frontera.

Millones de hombres arriesgaron la vida, buscando la gloria en batalla; encontraron nuevos mundos a bordo de frágiles esquifes de madera; escalaron montañas tan altas como el cielo, para clavar una bandera en su cima; arriesgaron lesiones por la fama deportiva; confrontaron a un poderoso para evitar una injusticia; invirtieron sus ahorros para dar trabajo y enriquecerse; viajaron a tierras lejanas para conquistarlas; arriesgaron la amistad de una mujer para decirle que la amaban.

Hay que jugársela en la vida, si uno quiere ganar. Las cosas no pasan solas, casi siempre, hay que ir a buscarlas. Tal vez la corriente del Rubicón nos ahogue, pero siempre va a ser mejor que morir de viejo en la orilla, preguntándose eternamente por lo que escondían esos paisajes impresos en la silueta del horizonte, a lo lejos, tras el río.


Frase de Hoy: La peor decisión es la indecisión. (Benjamin Franklin)

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