Hace 100 años
20 de noviembre de 1916
Primera Guerra Mundial
Los últimos días de Francisco José (III)
El 15 de noviembre, tropas del Imperio Británico inician su avance hacia
el interior de la Península del Sinaí, al mando del general Sir Archibald
Murray. Es el inicio de un intento definitivo por destruir el poder otomano en
Medio Oriente. No se trata solamente de una operación de reconocimiento u
hostigamiento; esta vez, las tropas egipcio-británicas tienen el objetivo de
ocupar de manera permanente el corredor sirio-palestino, para avanzar después
hacia el mismísimo corazón del Imperio Turco.
El frente del Sinaí, a diferencia de los otros teatros de operaciones de
la guerra, se caracterizaba porque los ejércitos enemigos estaban separados por
una gran e inhóspita “tierra de nadie”, de cientos de kilómetros de ancho.
Ocasionalmente los contendientes habían organizado incursiones en territorio
adversario, pero era raro que las tropas de uno y otro bando se encontraran,
fuera de estos ocasionales ataques. La demora en implementar una ofensiva tenía
que ver, en gran parte, con las considerables dificultades logísticas de la
lucha en el desierto. El primer y mayor problema era hacerse con agua. Los
pozos dispersos, que habían servido a los beduinos durante siglos, eran
insuficientes para una fuerza compuesta por decenas de miles de soldados. El
mando militar de la “Commonwealth” planeó resolver el dilema del agua
construyendo un extenso acueducto, que traería agua desde el Canal de Suez
hasta Palestina, bajo la forma de una tubería subterránea, complementada con
una línea de ferrocarril.
Los trabajos para el acueducto se habían iniciado a mediados de 1916; de
hecho, los turcos habían intentado, sin éxito, atacar estas obras en agosto de
1916, frente al canal, pero fueron derrotados por los británicos, que iniciaron
la persecución de esas tropas turcas derrotadas, en esta nueva campaña lanzada
en noviembre. La fuerza anglo-egipcia avanzó hasta enero de 1917, cuando los
turcos endurecieron su resistencia, conscientes de que los invasores se
acercaban peligrosamente a los territorios tradicionalmente turcos, pasando a
través de Judea-Palestina y Siria, tierras cargadas de gran simbolismo e
importancia histórica, cuya posesión implicaba cuestiones de prestigio
imperial, además de consideraciones estratégicas.
El 18 de noviembre puede darse por terminada la larga Batalla del Somme,
una de las más importantes y más prolongadas de la Gran Guerra. Los últimos
enfrentamientos en la zona del río Ancre habían significado algunos avances
para los británicos, pero éstos no consiguieron un rompimiento decisivo en las
líneas alemanas, que estarían en su lugar al momento de iniciarse el invierno.
Para los contingentes del Imperio Británico, el Somme convirtió en un auténtico
ejército, aguerrido y experimentado, al grupo de entusiastas novatos que
reemplazó al antiguo ejército regular, destruido en las primeras batallas del
verano de 1914. Pero esta experiencia ganada por la “BEF” (“British
Expeditionary Force”) fue la única ventaja concreta obtenida. Para fines de
noviembre de 1916, las tropas de la Entente habían avanzado escasos kilómetros,
a cambio de 420.000 bajas británicas y 200.000 bajas francesas. Sin duda, un
sacrificio demasiado grande para tan magra conquista. Los alemanes, por su
parte, sufrieron alrededor de 500.000 bajas en los casi cuatro meses que duró
la batalla. Este nuevo tipo de guerra, industrializada y de desgaste, se iba a
caracterizar por estas carnicerías horrendas, en que masas incontables de infantes
se lanzaban sobre las trincheras enemigas, una y otra vez, a pesar de sufrir
miles de muertos en cada ataque y conseguir la conquista de unos pocos
kilómetros cuadrados… cuando conseguían algo.
La Batalla del Somme, cuyo resultado debe calificarse como indeciso,
significó un paso en la victoria final de la Entente. La guerra de desgaste,
aunque hablara mal de la imaginación de los estados mayores de Londres y París,
era peor negocio para Alemania, que para Francia y Gran Bretaña, que contaban
con el dominio de las líneas mundiales de comunicación y con los casi
inagotables recursos humanos y materiales de sus vastos imperios coloniales, además
del Imperio Colonial Belga, el Imperio Colonial Portugués, el Reino de Italia
y, en breve, el concurso de Estados Unidos.
La presión ejercida sobre Alemania y sus aliados era enorme. Que Alemania
haya sorteado la prueba de luchar al mismo tiempo en 1916, sin colapsar, en
Verdún, en el Somme, contra la ofensiva rusa de Brusilov, en Serbia, en
Salónica y en Rumania, dice mucho de la calidad del ciudadano alemán convertido
en soldado. El valor del soldado alemán y la excelencia de su cuerpo de
oficiales, serían factores para que 1917 fuera un año inesperadamente
complicado para la Entente, que además perdería un valioso aliado, cuando la
Revolución redujera a la impotencia al Imperio Ruso.
Francisco José I, Emperador de Austria y Rey Apostólico de Hungría,
agoniza. Una neumonía, su avanzada edad, muchos años de duro trabajo y una
larga vida llena de lutos, están a punto de llevarse el alma del anciano
monarca al Más Allá. Carlos, el heredero al trono de la centenaria Monarquía
Habsburguesa, es llamado a Viena, ante la inminente partida del soberano. En
pocas horas más, Carlos se convertirá en el último de los Césares, en una línea
dinástica que bien puede atribuir su herencia a partir del mismísimo César
Augusto, a través del medieval Sacro Imperio Romano-Germánico.
En su larga historia, el núcleo demográfico y cultural del Imperio habían
sido los germanohablantes. Al iniciarse el siglo XX, los austriacos eran el
grupo étnico más numeroso, aunque constituían, de todos modos, una manifiesta
minoría. El censo de 1910 registró a 12.600.000 personas como germanohablantes,
es decir, un 23,9% del total de la población de Austria-Hungría. En la
“Cisleitania”, correspondían a un tercio de la población total, mientras que
llegaban a poco más de un 10% de los habitantes de la mitad húngara del
Imperio. El centro de gravedad de la comunidad germanohablante estaba en las
provincias del Danubio y de los Alpes, donde se hallaban algunas zonas que eran
casi enteramente germánicas en cuanto a población.
La relación de los germanohablantes con las otras nacionalidades reflejaba
las contradicciones de un Imperio multiétnico que pugnaba por sobrevivir en
tiempos del nacionalismo. En algunas regiones, como el Tirol o Carintia, donde los
germanohablantes eran la mayoría, su insistencia en dar la prioridad al idioma
alemán en la educación y la administración pública, a menudo causaba tensiones
con grupos minoritarios, pero numerosos, como los italianos tiroleses o los
eslovenos de Carintia. Bohemia representaba un caso distinto, donde los
alemanes eran un grupo culturalmente importante, aunque minoritario, con poco
menos de un 37% de la población total. Algunos líderes nacionalistas
germanohablantes de los Sudetes habían pretendido con frecuencia separar los
territorios de mayoría alemana del resto de Bohemia, contra la negativa de la
mayoría checa, que insistía en la inviolabilidad del territorio histórico del
Reino de Bohemia, como uno de los tantos “Territorios de la Corona”, que
constituían el Imperio Austrohúngaro. En otras regiones, los germanohablantes
estaban presentes de manera dispersa o representaban a la autoridad imperial en
la burocracia y las fuerzas armadas o bien bajo la forma de elites sociales,
como la nobleza o la alta burguesía, que correspondían a una proporción pequeña
de la población.
La identidad cultural de los germanohablantes en el Imperio de los
Habsburgo era un asunto problemático. El desarrollo de una identidad
“austriaca” debía mucho a la política de la dinastía, que dio su existencia al
complejo correspondiente a las tierras hereditarias de Austria. Al comienzo,
Austria no era más que la aglomeración fortuita de algunos territorios, cuyos
puntos en común eran la lengua alemana y el hecho de tener un mismo monarca,
que coincidía normalmente con la persona del Sacro Emperador Romano-Germánico.
Con el paso de los siglos, las tierras hereditarias de Austria se convirtieron
en el núcleo de la multiétnica Monarquía Habsburguesa. Durante el siglo XVIII,
los territorios de lo que sería Austria propiamente tal, consolidaron un
desarrollo cultural independiente, fuertemente influido por los programas de
unificación impulsados bajo la Emperatriz María Teresa y sus sucesores, cuyo
propósito era convertir el mosaico de sus dominios en algo parecido a un estado
austriaco unificado. Al iniciarse el siglo XIX, a pesar de las obvias
heterogeneidades, los dominios de los Habsburgo eran identificados simplemente
como “Austria” y la disolución del Sacro Imperio no hizo más que reconocer esta
evolución en el terreno fáctico.
Austria fue un caso especial en el contexto del despertar nacionalista de
los pueblos históricamente reconocidos como “alemanes”. En el caso de los
territorios que terminarían formando la Alemania propiamente tal, el paso hacia
la nación-estado estuvo marcado por el conflicto entre ciertas identidades
regionales: prusianos, sajones, bávaros, etc., grupos que, no obstante, sentían
una fuerte pertenencia a la gran “nación alemana”, considerada en términos
culturales. El caso de los austriacos era más complicado todavía. Además de los
particularismos regionales (tiroleses, vieneses, germano-bohemios, etc.) y del
sentimiento de pertenecer al universo cultural alemán en sentido extenso, los
austriacos sentían sobre sus hombros la pesada responsabilidad de ser el sostén
demográfico y político del Imperio de los Habsburgo, un privilegio y una carga
que compartían con la minoría magiar de Hungría desde el Compromiso de 1867.
La identidad austriaca, desafiada desde su mismo nacimiento, fue
duramente puesta a prueba en 1866-1871, con la creación de un estado nacional
alemán en torno al Reino de Prusia, que arrebató a Austria su papel directivo
tradicional entre los estados alemanes. Desde entonces, Austria no sería el
único “Reich” y Francisco José no sería el único “Kaiser”. La obvia frustración
de perder la guerra de 1866 contra Prusia y tener que compartir la posición de
liderazgo en el mundo germanoparlante, se combinó con la necesidad de
reinventar el Imperio como “Austria-Hungría” en 1867; una innovación que no
bastaba para impedir cierto complejo de inferioridad ante el vigoroso
desarrollo de la Alemania Guillermina, visto desde la posición de un viejo Imperio
que se presentaba como gran potencia, pero que era realmente un poder en
declive.
La política europea de alianzas determinó que el nuevo “Reich” Alemán fuera
a la guerra de la mano del viejo “Reich” Austriaco. La derrota de ambos y la
disolución del segundo hizo más insegura aún la confundida identidad austriaca,
al punto de que, en la siguiente guerra, Austria no sería otra cosa que una
provincia subsumida en el “III Reich” de Hitler.
Abajo, un póster para promover la compra de bonos de guerra, con la
representación femenina de Austria como imagen central, siguiendo el modelo de
la “Marianne” francesa y de la “Britannia” del Reino Unido.
Etiquetas: Guerras Mundiales, Historia