Hace 100 años
26 de julio de 1915
Primera Guerra Mundial
Los Imperios Centrales prosiguen su ofensiva en el Este.
Alemanes y austriacos atacan en Ivangorod, Pultusk, Rozan y en el río
Narew-Bobr, todo en Polonia, la siempre disputada; esa sufrida Polonia,
aferrada a su Fe Católica, que se han repartido y por la que han luchado,
durante siglos, los tres grandes imperios dinásticos de Europa: el Alemán (que
heredó el involucramiento polaco de Prusia), el Austrohúngaro (que fue conocido
como Austriaco hasta las Guerras Napoleónicas y antes se le identificó con el
Sacro Imperio Romano-Germánico) y el Ruso.
Los rusos, superados en casi todos los aspectos, siguen
cediendo territorio a los atacantes. Los avances austro-alemanes son un
excelente material para la propaganda de Viena y Berlín, pero están lejos de
ser victorias decisivas; más bien, en las enormes extensiones de Rusia, los
formidables golpes del Ejército Alemán siempre parecen caer en el vacío.
Además, el mayor compromiso de Alemania está en el Oeste, donde busca derrotar
a Francia, Gran Bretaña y Bélgica, de modo que nunca llega a concentrar la
cantidad suficiente de reservas para concluir la lucha con Rusia.
En el Frente Occidental, se desata una ofensiva francesa en
el “Massif des Vosges”, en las mismas montañas donde Julio César detuvo al
caudillo suavo Ariovisto en el 58 a. de C. La escarpada naturaleza del
territorio montañoso entorpece los avances, que parecen insignificantes,
especialmente si ponemos en la balanza las terroríficas cifras de bajas que
acontecen en estos intentos de rompimiento de un frente que, por lo demás, casi
no se mueve.
Así es, el Frente Occidental casi no varía. Quedó
indefinidamente estancado en una línea de trincheras, que parte en la frontera
suiza y termina en la costa belga del Canal de la Mancha. A un lado, las
trincheras alemanas; al otro lado, las trincheras aliadas; en medio, la “tierra
de nadie”. Lo que, a fines de 1914, era poco más que agujeros rudimentarios
practicados con palas de campaña, a mediados de 1915, ha ido evolucionando en
un complejo sistema de fortificaciones, diseñado en profundidad, con varias
líneas sucesivas de resistencia, puestos de mando, sitios de observación, en
fin, todo lo necesario para el mutuo asedio al que se someten los contendientes.
Para los soldados, clases, suboficiales y oficiales, la
principal compañera de trincheras era la muerte, incluso cuando no se estaba en
medio de las grandes ofensivas que, de tanto en tanto, los altos mandos
organizaban, intentando romper el empate. En sectores más disputados, el
bombardeo regular de la artillería enemiga podía colarse hacia los parapetos,
lo que obligaba a los soldados a buscar protección en refugios subterráneos o
cubiertos por algún rudimentario terraplén. Era frecuente también ser alcanzado
por una bala disparada desde la trinchera enemiga. A los recién llegados, se
les advertía del peligro que significaba asomar la cabeza por sobre la
trinchera, para satisfacer la curiosidad mirando hacia la tierra de nadie.
Fueron muchos los reclutas que, en su primer día, cayeron muertos, víctimas de
la buena puntería de un francotirador habilidoso.
Las ratas eran una presencia permanente. Luego de alguna
ofensiva, se las veía salir hacia la tierra de nadie, para atiborrarse de la
carne de los muertos, que quedaban grotescamente abandonados en las alambradas
o en los pozos que abrían las bombas de artillería y que daban a los campos de
Francia un paisaje inusualmente lunar. Los odiados roedores desfiguraban
horriblemente los rostros de los cadáveres abandonados y, bien alimentados como
estaban, podían crecer hasta alcanzar el tamaño de un gato doméstico. En las
horas de oscuridad, los hombres las oían y, a veces, las sentían pasar a su
lado o sobre ellos. Intentaban de todo para deshacerse de ellas; pero matar una
o dos, sólo significaba que otras millones seguían vivas.
Las ratas no eran el único ser vivo que parasitariamente se
beneficiaba de la matanza sinsentido de seres humanos en las trincheras. Las
liendres y los piojos eran un problema insoluble. A pesar de todas las medidas
de higiene que se intentaban, las condiciones insalubres de las trincheras eran
un excelente caldo de cultivo. Estos parásitos causaban la llamada “fiebre del
piojo”, muy molesta y dolorosa, que obligaba incluso a retirar a los afectados
desde el frente. Y también estaban los mosquitos, las cucarachas, las ranas y
las babosas que proliferaban en los charcos de agua descompuesta y en el barro.
Y estaba también el “pie de trinchera”, que podía significar la amputación o,
en el mejor de los casos, una recuperación espantosamente dolorosa. Y el frío.
Y la soledad. Y la nostalgia. Y el miedo. Y, por supuesto, el enemigo, que padecía el mismo
calvario inacabable y estaba siempre listo a abandonar su trinchera para mandar
al adversario al otro mundo o, por de pronto, fuera de su trinchera.
Entre fines de 1914 y fines de 1918, millones de hombres
—al comienzo, sólo europeos; luego, de los cinco continentes— sufrieron este
infierno en la tierra. En la fotografía, un suboficial británico posa sonriente
para la cámara, a pesar de que su trinchera y su refugio subterráneo, que
serían su “hogar” durante la guerra, están completamente inundados por la
lluvia. Se esperaba de él, como de sus compañeros, que viviera en ese lodazal
cenagoso, que lo defendiera y que recuperara fuerzas en él.
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